20080407

La espera

¿Recuerdas la vieja habitación? Yo solía espiarte cuando decías que vendrías a visitarme. Generalmente era después de almuerzo, y estaba demasiado nervioso como para echar una siesta o demasiado ansioso para ponerme a leer. Lo único que podía hacer era salir al salón a mirar los muebles. Habían tres de ellos: uno grande y dos pequeños. El más grande, el sofá, estaba al costado de uno de los cactus con los que Laurent decidió convertir el apartamento en un jardín radiactivo. Era una de las dos plantas que absorbían el humo de los miles de cigarrillos que se fumaba al día. También amortiguaban los olores que se colaban desde la cocina. Siempre hubo una ruma de platos sin lavar, todos del mismo juego y con el mismo guiso de todos los días. Junto al lavadero se juntaban las cucharillas que utilizaba para preparar el café con leche y que ninguno de los dos estaba dispuesto a lavar, o los vasos de coca-cola light que tomaba cada vez que me sentaba a esperarte.

Para acabar de matar el tiempo, antes de entrar en el salón, me quedaba mirando los muebles durante un rato. Laurent nunca estaba en casa, y las paredes me reclamaban un poco de atención. Me sentía como Noé. Recorría mis dedos por las paredes de mi arca vacía, anteriormente blancas y ahora de un color gris indefinido. Mis manos estaban siempre limpias, y las colocaba sobre las huellas de los que manchaban las paredes casi por costumbre. Nunca súpimos quiénes eran. Cuando recordaba que el departamento era demasiado grande para mí, y que asemejaba en parte a los grandes espacios que se sentía por dentro, iba a la cocina a buscar la botella de coca-cola light. Eso fue por los tiempos en los que no me importaba bajar de peso, y la coca-cola light era la única adicción a la que me sentía capaz de rendirme.

Regresaba al salón arrastrando los pies. Tú eras uno de los pocos que me hacía esperar. No eras puntual, pero tu retraso no pasaba de los diez minutos, cosa que me preocupaba en lo más mínimo. El problema era que empezaba a esperarte una hora antes, media en la mayoría de ocasiones, y aún me quedaba mucho qué explorar dentro del resto del salón. Nunca entraba al cuarto de Laurent. No me gustaba su olor natural. Jamás pude concebir cómo un chico tan guapo podía tener un olor casi agreste, árido, de hierba húmeda o de pastizales trasnochados. No era como el olor a sandía de Abraham, pero eso era otra historia.

Iniciaba el escudriñamiento del salón sentándome cada mueble. Durante el año que pasamos allí, ninguno de los dos tuvo la entereza de sacudirlos. Cada vez que alguien se sentaba en cualquiera de ellos, acababa ahogado por una nube de polvo. Por eso sólo me sentaba en los costados, porque media hora antes había terminado de peinarme y auscultarme al milímetro, y la idea de volver a cambiarme de ropa desestabilizaba mucho más mi disimulada intranquilidad. A veces tenía la suerte de que sonara el teléfono de la mesita lateral, el único que tuvimos. Sin embargo, nunca me llamaba nadie. Las únicas veces que sonaba el teléfono era para Laurent, y dejaba que se las entendieran con la contestadora, porque me aburría de repetirles mil veces en francés a sus padres o a quien llamara, que no tenía idea de a qué hora volvería.

Cuando se acercaba la hora en que habías quedado en venir a visitarme, pasaba del salón al balcón de la terraza. Abría las puertas de vidrio de par en par y miraba hacia abajo, hacia cada uno de los buses, esperando que me dieras la sorpresa de aparecerte más temprano. Nunca lo hiciste, aunque siempre que bajabas del bus no te percatabas que yo te estaba mirando, nueve pisos más arriba. Si te demorabas, para terminar de intranquilizarme, pasaba del salón a mi habitación, y te esperaba en el balcón de mi dormitorio, que era más incómodo porque las palomas venían a cagarse en el suelo y cada vez que salía a esperarte tenía que botar con el pie los pedazos de caca reseca. Una vez le cayó un pedazo a un señor que pasaba, pero apuesto a que jamás sospechó que le había caído mierda, porque ni se inmutó.

Sólo te vi bajar del bus una vez, desde el balcón de mi habitación. Fue el día en que viniste a ayudarme con la mudanza del edificio. Esa tarde, Laurent pensó que éramos novios. Debió alegrarse porque te regaló el saco de un traje que le quedaba grande. Ambos sacamos nuestra recua de cachivaches hasta el salón, y en nuestras habitaciones sólo quedaban los recuerdos. Allí fue donde te besé por última vez. Nunca llegamos a hacer nada más. Después de la mudanza, creo que también decidiste mudarte de mi vida. Me lo dijiste mucho después, pero esa tarde, al despedirnos, sabía que nunca más volvería a besarte.

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