20080930

Lolita Complex @ 3



C o n t r a a t a c a m o s .

Flyer par moi.

20080819

Segundo debut

Después de un innecesario e improductivo periodo de abstinencia, empezaba a darle vueltas a la justificación perfecta para retomar las crónicas. No la encontré. A cambio, reformulé el drama y el calendario giró entonces a la búsqueda de algún párrafo introductorio que redujera de manera concisa el traspiés de la carencia de inspiración. Fue inútil. ¿Cómo encontrar la excusa y el hilo conductor de una historia que jamás estuvo pendiendo de un hilo, sino de varios? El resultado tiene un nombre. Lo descubrí después de chapalear en el pantano de los placeres de la autosugestión hidropónica. Fue entonces cuando apagué las luces y me desparramé sobre el colchón a pensar en por qué, cuándo, cómo y con quién.

¿Por qué? Acojonamiento progresivo por consecuencia de la baja autoestima (en todos los ámbitos del yo, el super yo y demás vínculos psicosociales).

¿Cuándo? Antes de mi cumpleaños (los peores sucesos ocurren siempre ad portas de mi cumpleaños, el cual se ubica justo a mitad del almanaque y por lo tanto, divide mi temple en dos, cual corte de naipes en manos de gitana de tribu inexistente).

¿Cómo? El submarino en invierno se hace insoportable. En verano también solía serlo, pero la peluca blanca del cielo limeño se torna perpetua y escalofriantemente larga.

¿Con quién? El sentimiento de solidaridad me impide ponerme de parte de alguno. El único que se quedó adherido como una enfermedad terminal, fue Álvaro.

La gelatina de limón está endurecida y recubierta por una capa mohosa, más por el invierno que por la descomposición. Pero está más verde que nunca, eso sí.

20080512

mixtapeMAYO08



The Creatures
> 2nd Floor © LP. Anima Animus, 1999
Vive La Fête > Il Pleut © LP. Jour De Chance, 2007
Alice In Videoland > Video Girl © LP. Maiden Voyage, 2003
Chicks On Speed > Wordy Rappinghood © LP. 99 Cents, 2003
Julie Ruin > On Language © LP. Julie Ruin, 1998
Kelli Ali > Psychic Cat © LP. Psychic Cat, 2004
Robots In Disguise > Bed scene © LP. Robots In Disguise, 2001
Jem > They © LP. Finally woken, 2004
Fantastic Plastic Machine > Lotto © LP. Luxury, 1998
The Shins > One By One All Day © LP. Oh, Inverted World, 2001
Hideki Kaji > Good bye Y-E-S-T-E-R-D-A-Y © LP. 15 Angry Men, 1999
Chyp-Notic > I Can't Get Enough © LP. I Can't Get Enough, 1992


bonus track:
Sandra > All you zombies © LP. The Art Of Love, 2007


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Es inevitable tener que dividir las lista, hacia la mitad, en dos partes. La música es casi tan indecisa como el clima. Los despliegues de calor y de frío son más prematuros que un monólogo. En un mes tan saboteador como mayo, conviene agrupar la sodoma del baile para las noches incrédulas, y linfocitos grises para las mañanas aparentemente traslúcidas. El menos crédulo considerará un sacrilegio agrupar a Siouxsie con Jem, o a The Shins con Chyp-Notic. Por eso, es mejor echarle la culpa al clima.

De yapa viene la incombustible Sandra, quien el verano pasado nos regaló un comeback y, entre otros nuevos entremeses, un cover de The Hooters, exponencialmente una milésima por encima de la versión original.

20080505

¿Quién mató a Odete Roitman?



La casa está a oscuras. Los gritos ininteligibles de un hombre y una mujer se filtran por entre la penumbra de los muebles aún sin forma. La discusión es tremenda. Al encenderse la luz, la escena doméstica cobra vida con un patetismo sobrecogedor. Una mujer carnosa, despeinada, en bata de dormir, persigue al marido con lamentaciones sórdidas, que le son devueltas con la misma intensidad. La tragedia personal de la mujer es visible hasta en sus muecas de congoja. Por entre los pliegues de sus labios y los surcos de sus ojeras salpicadas de llanto, existe todavía un lugar para una belleza extraviada, esa convicción que algunas mujeres alcanzan a relucir pese al horror de la disputa. Dignidad, le dicen. La mujer pertenece a esa estirpe de amas de casa de mediana edad, de caderas ampulosas, desaliñadas y perturbadoramente bellas, tipo Sofia Loren, y los tintes neorrealistas del ajetreo sentimental navegan a flor de piel, con ecos mediterráneos propios de Vittorio de Sica.

Por fin, al unísono, consiguen establecer el acuerdo que ambas partes buscaban entre los gritos y las lágrimas. Él dice que la abandona. Ella se deshace en un sartal de recriminaciones, no tanto como la soledad que está a punto de absorverla, sino porque en medio del drama, el abandono de su marido era una posibilidad al alcance de la mano, el cual más tardó en escuchar que en aceptar. A lo lejos, en una de los rincones de la casa, María de Fátima, la única hija de ambos, digiere la discusión como el desayuno de todos los días. Desde pequeña se sintió distinta. Era completamente ajena al mundo. Harta de la sofocación monotemática del pueblo y de los vestidos baratos y pasados de moda, lo suyo era soñar con un estilo de vida más allá de las puestas de sol del patio de su casa. Lo veía todos los días por televisión. Se topaba con él en las revistas que escondía, quizás, bajo el colchón, añorando un espaldarazo, un golpe de suerte. Ahora, su padre las dejaba, y su oportunidad por fin estaba al alcance de la mano. Sólo le hacía falta dejar de lado, una vez más, los escrúpulos, algo que sabía hacer a la perfección.

Aprovechando que las escrituras legales de la pequeña propiedad familiar estaban a su nombre, Fátima no espera ni veinticuatro horas para vender la casa y darse a la fuga, al igual que su padre. A Raquel, su madre, todo le parece un mal chiste. Regresa después de una asaroza jornada como guía de turismo y ve sus enseres en mitad de la vereda. Su casa no podía ser propiedad de unos extraños. De la noche a la mañana habían apiñado de mala manera los viejos muebles en el portal, desperdigando su ropa por doquier. Era el colmo de la desgracia. En vano busca a su hija entre la confusión de los vecinos que, tan indignados como ella, claman por justicia. Las autoridades se hacen de la vista gorda. Ni siquiera intentan calmarla. La operación inmobiliaria había procedido de acuerdo a la ley. Incluso le muestran los papeles firmados con el puño y letra de su propia hija, quien acababa de dejarla en la calle, sin un centavo. "¿Y la niña?" cree preguntarse Raquel, al borde del colapso. La niña acababa de mandarse mudar a Rio de Janeiro, dispuesta a convertirse de modelo, llevándose consigo las pocas arcas del patrimonio familiar. Todo empieza a derrumbarse.

Esos fueron los acontecimientos solamente del primer capítulo de "Vale Tudo" (1988). Una telenovela brasileña que vuelvo a recordar todas las mañanas, tras seguir los vaivenes del matrimonio que habita los altos del submarino. El visceral porvenir de Raquel Asioli, interpretada con una conveniente dosis sobreactuación por Regina Duarte en la flor de la edad, fue más que suficiente para acuclillar a una nación frente al frío cristal de sus receptores. Aquél fulminante inicio la convirtió en una heroína popular, por derecho propio. Tras el abandono simultáneo de su marido y su hija, Raquel parte en un viaje personal de arrepentimiento, en busca de respuestas que tampoco llegarán fácilmente. Una vez en Rio de Janeiro, responderá al mandato de su incombustible positivismo, una convicción también propia de las mujeres del periodo neorrealista del cine italiano. Más específicamente, de "Las Noches de Cambiria", de Federico Fellini. Sin los aspavientos lúdicos de Giulieta Massina, Raquel es más bien explosiva y vivaracha, deslenguada, capaz de sonreír sin miramientos a la pobreza, y más aún a la soledad que empieza a carcomerle los talones.

Sin embargo, aún en las telenovelas brasileñas más realistas existe un cobijo para un feliz destino de los personajes, desafiando al crudo azar que suele cernirse de maneras menos condescendientes. Raquel conoce a Iván (Antonio Fagundes), un oficinista absorvido por la burocracia y el subempleo, quien resulta ser, cuanto menos, su contraparte masculina. La linealidad argumental de "Vale Tudo" es bastante convencional, como cualquier historia de amor. El inevitable romance de Raquel e Ivan es surcado por insalvables giros de guión, y es allí donde siempre encuentro lugar para asegurar el orígen de la superioridad la teledramaturgia brasileña. Lo más importante no son las correrías de Raquel por la playa vendiendo emparedados de pollo, exponiéndose a las burlas que absuelve con una sonrisa de abnegación infinita. Tampoco lo es su accidentada relación con Iván. La supremacía se erige en los antagonistas, en un par de villanas excepcionales, una de las cuales ejerce incluso el papel protagónico.

Por consiguiente, la clave no se ubica en la poca originalidad y en las concesiones que pueda otorgar una historia de amor común y corriente. El dominio lo ejercen los villanos, y en el caso de los dramas televisivos, las villanas. Fátima (Gloria Pires en la que es quizás la actuación más desgarradora de la época) ejerce el mal por pura carencia de aspiraciones, por resentimiento y hasta por simple ingenuidad. Como ella misma dice en unos de los primeros episodios de altercados violentos con Raquel, su madre, no hay malicia en querer ascender en el escalafón social de un país en plena crisis. Sin embargo, como todo buen personaje, Fátima transforma su autocomplacencia en un vendaval de frivolidades y falsas apariencias, evolucionando hasta convertirse en una taimada y maquinadora víbora. Suyas fueron argucias tales como seducir a Alfonso Roitman, joven heredero de un imperio aeronáutico, sacando del camino a su prometida, Solange, en una jugada maestra. No obstante, el punto más alto de sus intrigas lo consiguió en una escena memorable, al rodar por las escaleras del anfiteatro para inducirse un aborto, al saberse embarazada del gigoló con el que traicionaba a su marido.

La otra villana, más decorativa, pero sin un ápice de sentimientos, era la temida matriarca de la familia Roitman: Odete. Los cronistas aseguran que fue la inclusión de un personaje algo convencional lo que disparó los índices de audiencia hasta la estratósfera, sin terminar de habituarse a las maldades de una villana tan poco convencional como Fátima. Doña Odete Roitman, una bruja de mechas doradas en la frente, mueca pérfida y enormes ojos celestes, aparece con bombos y platillos a mitad de la historia. Su presentación es antológica. Anuncia su llegada a Brasil, procedente del extranjero, mediante una llamada telefónica. El plano detalle de sus labios en el auricular anticipaban una sorpresa tremenda. El posterior travelling hacia su rostro, mucho después, en el aeropuerto, corroboraron su ausencia de sangre en las venas. Odete llega a la mansión de los Roitman, y con un chasquido de los dedos hace y deshace el destino de sus moradores. Convierte a Fátima en su esbirra, y ambas se posicionan como un tándem a prueba de balas, cuyos crímenes quedarán encubiertos sólo hasta la noche previa a su muerte. Más allá del opresivo y fastuoso despliegue de lujo a su alrededor, el mundo de Odete Roitman estaba totalmente contaminado hasta el último rincón. Además de gozar bajo las sábanas con mancebos a los que doblaba en edad, era también aficionada a coleccionar videos pornográficos caseros, que observaba en la recámara de su yate, en altamar, como una antesala a la cópula con algún muchacho de pocos ruegos y grandes necesidades económicas.

Tamaña perversión, sin embargo, fue castigada con tantes y sonantes. Tras descubrirse su amorío con Cesar Ribeiro, el gigoló cuyas caricias compartía con Fátima, la familia entera la sumerge en la vergüenza. El repudio es intolerable. En la enorme mesa del comedor, Odete escucha la sentencia como una condenada a muerte. Irónicamente, le quedan pocas horas de vida. Sin bajar la cabeza, pero con la mirada en el vacío, derrama lágrimas en silencio, con una angustiosa expresión de perfidia arrebatada, casi como Glenn Close en la escena final de "Relaciones Peligrosas". Frente a ella se desvelan los nudos de una intriga familiar que le había costado la vida al primero de sus hijos, y el resto de ellos se rehúsan a aceptar que tienen por madre a un reptil. Después de escuchar los reproches de sus vástagos, Odete se pone de pie y sale de la casa, arrastrando los pies, para nunca regresar, pues morirá asesinada al día siguiente. Un crímen que tuvo al país en entero en vilo durante las dos últimas semanas de emisión.

El final de Fátima es más bien episódico, pues su caída es casi tan accidentada como su ascenso. El adulterio con el gigoló es descubierto mucho antes, de manera escandalosa: su marido la pilla revolcándose con el descamisado en un cuarto de hotel. Es imposible no conmoverse con los dramáticos lamentos de una maldad derrumbándose al pie de la cama, porque las lágrimas de espanto de Fátima son más la de un ave herida, el bucólico llanto de una muchacha condenada a escoger siempre el camino equivocado. Su destino, por el contrario, es desconcertante y antológico. Hacia los últimos minutos del último capítulo, Fátima y el largirucho antigalán brindan semidesnudos en la bañera. Él le susurra que ha seducido exitosamente a un príncipe europeo, con el cual ella deberá desposarse para dar el último golpe. Fátima sonríe al igual que lo hizo cuando vendió la casa de su madre, años atrás, enmarcando la escena con una tonalidad de Bonnie & Clyde para la posteridad. Irrepetible.

Por su parte, doña Odete tiene una abrupta y hitchcockiana despedida. Un asesino sin rostro le asesta dos balazos en el pecho, a quemarropa, a través de los cristales de la puerta. Sin embargo, la violencia de la escena, y el fondo negro sobre el que se registra el plano de la pistola, obedecen más a la mala leche de un rey del crímen como Dario Argento. La identidad del asesino sería revelada también en el último capítulo, y el registro de los índices de audiencia también sobrepasó las expectativas. Se llegó a dictaminar que el 90% de los televisores de la nación brasileña sintonizaban la telenovela. Los productores de la Rede Globo se encargaron de tapizar los engranajes de la trama, de manera que nadie, ni los mismos actores, conocieron el devenir de los hechos sino hasta el último día. Tamaña paroximia condujo a que las escenas fuesen grabadas el mismo día de la emisión. Por si fuera poco, la marca de caldos de cocina Maggi organizó un concurso entre las amas de casa, concediendo el premio mayor a quien respondiese a una pregunta que es, a estas alturas, un reclamo: "¿Quién mató a Odete Roittman".

Algunos puristas continúan asegurando que "Vale Tudo" (emitida en el Perú dos años después, en 1990, por Panamericana Televisión) es la mejor telenovela de todos los tiempos. Tamaña aseveración es aceptada sólo en cuanto a los códigos psicosociales que dicha producción respondió en su momento. La industria televisiva en Brasil continúa siendo la única en el mundo que aborda diferentes temáticas en sus argumentos, aparte del filón melodramático. Desde el vampirismo hasta las aventuras erótico-literarias, los derroteros de la dramaturgia brasileña apuestan por condimentar las vicisitudes de los pastiches domésticos. En el caso de "Vale Tudo", se aprovechó la coyuntura de la crisis económica que atravesaba el país a mediados de los años ochenta, orientando las tramas principales hacia un realismo sin miramientos ni autocomplacencias, que hoy por hoy es utilizado casi por costumbre.

En la amplia colección de fenotipos encontrábamos el perfil exitoso y humano de la homosexualidad (femenina, en este caso, aunque el personaje fue eliminado por censura), y su contraparte, un marica bonachón, encarnado por el mayordomo. Inclusive había lugar para el patetismo desaforado. El personaje al que volví, y continué volviendo después de muchos años, fue el de Helena Roitman. La hija mayor del clan Roitman, una artista plástica divorciada, envejecida, y sumergida en el alcoholismo, era el que se granjeaba siempre mis preferencias. Intepretada con delirio por Renata Sorrah, sus trágicas irrupciones en las reuniones familiares, botella en mano, eran el detonante para el escándalo de su madre y la compasión del resto, situación que acostumbraba a acabar en histeria y hasta en golpes. Por otra parte, la ausencia de escrúpulos de los villanos contribuía, de paso, a corroborar la sensación de estar siendo testigos de una historia que podría repetirse en cualquier otro sitio, y en cualquier época. La telenovela visceral que adorábamos en la niñez y continuamos añorando en la adultez, debería ser materia de múltiples investigaciones y tesis por doquier. Así sea para seguir consumiendo caldos Maggi.

20080428

Los calcetines rojos

En el piso de arriba transcurre una historia de amor como pocas. Hace poco menos de un mes, cuando teníamos sol y abríamos desde temprano puertas y ventanas para sosegar el soponcio de las tres de la tarde, descubrí por casualidad las primeras pistas del vendaval. Desde que me refugié a escribir sentado sobre la silla hawaina del submarino ondulante, no existió peor brecha que el muermo después del almuerzo. Para evitar la siesta y continuar escribiendo contra los dictámenes del estómago y del reposo inevitable, existen dos posibilidades. La primera es ajustarse las sandalias y salir a dar un paseo. Sin embargo, para salir de casa con la cara hecha un lío, desprovisto de los rituales imposibles frente al espejo, prefería quedarme dando vueltas sobre las moquetas del cuarto de baño. Lo segundo es hacer la limpieza. El submarino suele estar todo manga por hombro. Sólo en ocasiones especiales me levanto del tapesco de flores ecuatoriales que recubren el armazón de la silla de playa, y me pongo a hacer la cama. El resto se pudre en los anaqueles de madera pintados con esmalte blanco, que hasta hace poco sofocaban con su olor a disolvente los rincones solitarios.

Una de esas tardes, en la debacle por sentarme a morir sedado por el muermo o a cocinarme al sudor de una siesta de cinco minutos que probablemente se extenderían por un par de horas más, opté por hacer limpieza. Felizmente el polvo es escaso, y me basta un recorrido superficial con el escobillón para que el parquet vuelva a relucir como cuando recién me lo entregaron. Me dirigí escaleras arriba, hacia la azotea. Encontré el escobillón vetusto, de cerdas consumidas, apoyado junto al lavadero de piedra pómez. En su interior, en una sopa turbia y lechosa de jabón disuelto, navegaban un par de sábanas blancas, sin figuras ni motivos pictóricos. Blancas como sábanas de hotel. Me incliné para olerlas, hundiendo mi nariz con dirección a los lienzos chapaleantes, y recordé a mi abuela. Mi abuela gorda, inmensa, con el cabello aún negro, sumergiendo la ropa en la alberca del patio de casa. Cuando abrí los ojos, percibí que algo andaba mal. El mar níveo se estaba tiñendo repentinamente de malva, como una paloma herida, desangrándose sin remedio. Tras asegurarme que no había nadie alrededor, sumergí un brazo en la lavasa. Al revolverla, salieron a flote un par de calcetines rojos de lana que parecían podrirse desde el fondo, escurriendo hilos púrpuras por entre los pliegues de las sábanas. Saqué el brazo a tiempo, justo después de escuchar los pasos de alguien del piso superior acercándose a la lavandería. Cogí el escobillón chamuscado y el recolector de plástico, y bajé rápidamente por donde había venido.

Una vez a salvo, escudado tras la puerta, escuché otra vez el chapaleo de las sábanas. Creí deducir que habían colocado los calcetines a propósito, una maniobra propia de las amas de casa de mediana edad, y que la solución del misterio ocurriría al caer la noche, cuando llegara el marido. Hacia las ocho, en efecto, comenzaron los gritos. Ya los había oído antes, desde aquella mañana en que la mujer había llorado la vida entera postrada en el descanso de las escaleras, justo frente a mi puerta. Pero esa noche, la mujer parecía dispuesta a dar guerra. La premeditación del crímen contra las sábanas la desterraban de la sumisión doméstica y la colocaban al medio del frente de batalla, como un indefenso peón a punto de dar el jaque. No obstante, jamás consiguió asestar el golpe de gracia. Los gritos y la histeria se doblegaron en un chillido seco, provocado por algún carajo que silenció el altercado. Luego bailaron un vals triste, más parecido a un bolero de rockola, porque encendieron la radio y no la apagaron hasta la madrugada. Perdí la cuenta de los hechos. A la mañana siguiente descubrí las sábanas enterradas por entre los pliegues de las bolsas de basura. El altercado pareció no volver a repetirse. Al menos no hasta que, días después, me encontré de pie frente a la escalera, maravillado, con un reguero de ropas de mujer que se despedigaban desde el piso superior y se extendían hasta las veredas de la calle.

20080424

Basura tóxica


El diablo no siempre viste a la moda, pero va en tacones. Lo suyo no es llevar un modelón que ensombrezca a cualquier diseñador de fama reconocida, porque prefiere más bien un corte hermético, ejecutivo y de poco vuelo, que se adhiera con facilidad a su anatomía de venada. La consigna es adquirir la suficiente agilidad para atravesar de palmo a palmo las oficinas de todo el piso. Ya sea en pantalones oscuros de seda o en faldas tubo, jamás se despega de los tacones. Los necesita. Tal vez porque otro de sus requerimientos internos es estar por sobre los demás empleados a su cargo y, de no ser por los tacones, su cuello estaría condenado a una tortícolis permanente. Sus pocos centímetros de estatura los compensa con su inclemencia, y tampoco hacen justicia para ir de la mano con su autoridad. Porque gracias a ella, se sostiene el emporio del tabloide más vendido y más vapuleado por el jet set. Y eso es sólo el principio.

Cuando llega a casa, Lucy Spiller no tiene a nadie que la despoje de los tacones. Todos los frentes familiares se encuentran clausurados. A esas alturas se le deben haber formado sendas ampollas en el empeine de los pies, y lo que le duele más no es saberse sola, sino también seca. En medio del huracán de reconocimientos profesionales y financieros, el estigma de la insatisfacción está siempre presente a flor de piel, por debajo de sus senos huérfanos. La cópula es siempre un vano intento de fortalecer el torrente de frigidez que se le acumula entre las piernas, y los amantes son sólo billetes sin número de una lotería falaz, que jamás le concede el premio mayor. El orígen de su problema es una ironía del destino. No tiene que saldar cuentas con su consciencia, porque la perdió cuando vendió su alma a sí misma, apostando por el sensacionalismo y en la destrucción peyorativa de las estrellas multimediáticas. Lucy Spiller alcanza ventas astronómicas, pero no alcanza el orgasmo. Al menos no con segundas ni terceras personas. Tiene que tomar las riendas por sí misma, como todos los asuntos de su vida. Para ello posee un extraño aparato eléctrico de color negro, similar a una rasuradora, en el primer cajón de su mesa de noche. Con él, evoca los opacos desencuentros. Es una criatura autosuficiente, casi tanto como Chris Hargensen, aquella adolescente contestataria de "Carrie", la novela de Stephen King (más no la película de Brian de Palma, que mutiló dicha condición del personaje, interpretado brillantemente por Nancy Allen).

La segunda burla del destino ocurrió al poco tiempo de convertirse en ama y señora de las publicaciones del mismo género. Pasó de perseguidora a perseguida, al enamorarse de Holt McLaren, la estrella de Hollywood más escandalosa del momento. Incapaz de ponerle fin al deseo que la arañaba por dentro, Lucy Spiller prolongó aún más sus sesiones nocturnas con aquél remedo de rasuradora. Y debió estropeársele porque, en un arranque de traición hacias sus propios principios, acabó con el tormento que carcomía su estabilidad. Se doblegó entre las sábanas con el efebo de pectorales esculpidos, que además acababa de protagonizar una película de David Fincher. Desgraciadamente, Lucy jamás volvió a ser la misma. Todo aquél circo muy bien montado a su alrededor, ese despliegue técnico y argumental que convirtieron a su historia en una de las más incandescentes durante mis ratos de ocio cuasi obligado y ritual, se resquebrajó en los primeros capítulos de su segunda temporada. Aunque el golpe de gracia se lo había asestado, un tiempo atrás, la huelga de escritores estadounidenses, que finiquitó la otra mitad del argumento, tras siete insípidas emisiones.

Quizás nada me resulta más reconfortante que seguir las andanzas de una arpía al alcance de la mano, es decir, una villana doméstica, televisiva. Sobretodo cuando las aventuras de una mujer demonio están bien articuladas, y la voracidad y falta de escrúpulos del personaje traslucen el talento de sus respectivos guionistas. En un medio tan esquemático y funcional como el de la televisión, contar con un personaje impúdicamente bien construído implica la inmediata adicción del televidente, llamésmole teléfago, como en mi caso. El ejemplo más claro de esta tendencia lo constituye, por derecho propio, Nancy Botwin (interpretada por la resucitada Mary-Louise Parker), protagonista de 'Weeds', otra de las series de cable que valen su peso en oro. Sin embargo, cuando se trata de una villana, las emociones van y vienen por partida doble. Sino, que tomen la palabra toda esa pléyade de villanas incombustibles de las telenovelas de la Rede Globo.

Cuando DIRT, la serie de la que me ocupo, se estrenó en la televisión norteamericana hace más de un año, la crítica se dividió. La mayor parte se inclinó por recriminar la frivolidad de su línea argumental. Yo me encontraba en la trinchera de los partidarios. Desde un primer momento, encontré más que correcta la puesta en escena y sobretodo aquella forma vertiginosa en que se iniciaba y concluía cada capítulo, amén de un excelente guión, que relucía además inusitados tintes surrealistas, como el personaje de Don Konkey, un esquizofrénico paparazzi que hablaba con las paredes, con los cadáveres y hasta con su gato. No obstante, tamaños índices de calidad quedaron sepultados en el olvido tras el tempestuoso final de la primera temporada, que por poco acaba con la suerte de la anti-heroína (Courteney Cox en un papel similar al que interpretó en la saga "Scream").

Por desgracia, durante la segunda temporada, las cosas jamás llegaron a buen puerto. Los nuevos capítulos parecían obsoletos y el argumento batallaba entre la improvisación y la carencia del brío de sus antecesores. Hoy por hoy, los siete capítulos filmados antes de la huelga de escritores finalizaron la temporada de forma intempestiva, atando los cabos sueltos que interesaban al público, y que constituían el nudo orgánico de su complejidad. La feliz consolidación del romance entre Lucy Spiller y Holt McLaren, la muerte de Brent Barrow, la cura definitiva de la esquizofrenia de Don Konkey, la muerte de la madre de Lucy y la solución a sus traumas infantiles, y el término del breve romance entre Willa y Farber sepultan de por sí cualquier vestigio de continuidad en el universo dramático de "Dirt". Los pobres índices de audiencia recolectados a lo largo de los últimos siete capítulos son testimonio suficiente para un nicho en el cementerio de series de televisión. ¿Resucitarán los ejecutivos de FX las cenizas de una serie que traicionó a sus seguidores incondicionales, elaborando nuevos personajes, nuevos giros dramáticos, nuevos invitados de lujo y nuevos tacones para Lucy Spiller? Lo más probable es de que no.

20080423

El arca

Escribo en un submarino de paredes blancas. Me gusta referirme a él como un submarino, porque en realidad es un navío. No navega bajo el agua, sino encima de un magma diáfano, de temperaturas muy cálidas, inclusive en invierno. Después de tanto tiempo postrado sobre la silla hawaiana que adapté para sentarme frente al ordenador, me siento como un piloto comandando un barco de curso imprevisible. Hasta la fecha soy incapaz de identificar el porvenir de mi empresa de navegación. Aún desconozco si el navío, un receptáculo de aristas extendibles inicialmente amorfas, inaugurado un par de meses atrás, conseguirá llegar a alguna parte. Los límites se van ensanchando según el transcurso de los vientos, pero tampoco poseo una brújula. La única orientación proviene de una veleta que está sobre mi cabeza, que a veces se erige y a veces no; es muy rebelde, depende de la humedad de los días y la posición en la que duermo. Yo quería que estuviese siempre en pie. Sin embargo, para lograr que permanezca en posición vertical, es necesaria una pequeña trasquilación. Jamás supe explicarlo, pero Miryam identificó lo identificable y procedió a cortarme el pelo con unas tijeras de papel metálicas que extraje de la repisa del dormitorio de mi abuela, la única vez que me mudé de casa para nunca más volver.

Lo bueno es que el navío se transforma en submarino, sobretodo por las mañanas. Al correr las cortinas de la escotilla, el fulgor de luz amarilla se dispersa y se chamusca a través de las ondas marrones y grises de los tejidos sintéticos, y la cabina de tripulación se rodea agua turbia. Al sentarme en la silla hawaina, la presión atmosférica se suspende. Alrededor, el oxígeno traspasa su composición química, y lo que queda es una pasta entre amarillenta y anaranjada, una gelatina de limón podrido, una pangea que contiene porvenires y personas de rostro anónimo. Más que un oráculo gaseoso, es un tornado metafórico, con fotos en blanco y negro, una mecedora, un cadáver, una vaca y una bomba, y yo, Dorothy, me quedo al centro. La diferencia es que no salgo de Kansas, sino que me quedo en el mismo sitio. Rebeca no está, aguarda su turno, porque la que toma las riendas es Leona. Esta chica es increíble. Es la que más dolores de cabeza me está causando. Si no fuese una mujer, podría decir que estoy enamorado de ella, porque las claves de su personalidad me sacan de quicio, a la hora de intentar hacer coincidir las piezas. Leona es quizás la única persona de mi actual álbum familiar que no está loca. Desconozco si Leona es hija mía o mi hermana gemela, o una trasposición de mi eterna adolescencia, todas a la vez, o ninguna. El caso es que sigo sin comprenderla, y me da miedo no poder prolongar el coito con sus giros argumentales, porque es una mujer imprenetrable.

Podría decir que por su culpa, no puedo conciliar el sueño. Jamás imaginé que me fuese a traer tantos problemas. Leona es como una tormenta que amenaza con romper la escotilla del submarino y hacer entrar la lava desconocida del entorno, escaldando las paredes y ocasionando el naufragio de un artefacto que ya estaba de por sí hundido. Por eso me es tan difícil sumergirlo. Prefiero tenerlo en la superficie, a la deriva, sin destino aparente, pero a flote. Eso ocurre por las noches. Más de una vez, espantado por los asaltos de ansiedad que me acogotan la garganta y me impiden respirar, me levanto a tientas con la espalda repleta de sanguijuelas, buscando la escotilla del barco con los brazos en cruz, y cuando alcanzo a abrirla, no veo sino un mar gris y espumoso, un purgatorio similar a la escena final de "El Arca Rusa", y me pregunto si no me habré dado cuenta que, desde que decidí zarpar, tendría que quedarme perdido en ella para siempre.