20080512

mixtapeMAYO08



The Creatures
> 2nd Floor © LP. Anima Animus, 1999
Vive La Fête > Il Pleut © LP. Jour De Chance, 2007
Alice In Videoland > Video Girl © LP. Maiden Voyage, 2003
Chicks On Speed > Wordy Rappinghood © LP. 99 Cents, 2003
Julie Ruin > On Language © LP. Julie Ruin, 1998
Kelli Ali > Psychic Cat © LP. Psychic Cat, 2004
Robots In Disguise > Bed scene © LP. Robots In Disguise, 2001
Jem > They © LP. Finally woken, 2004
Fantastic Plastic Machine > Lotto © LP. Luxury, 1998
The Shins > One By One All Day © LP. Oh, Inverted World, 2001
Hideki Kaji > Good bye Y-E-S-T-E-R-D-A-Y © LP. 15 Angry Men, 1999
Chyp-Notic > I Can't Get Enough © LP. I Can't Get Enough, 1992


bonus track:
Sandra > All you zombies © LP. The Art Of Love, 2007


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Es inevitable tener que dividir las lista, hacia la mitad, en dos partes. La música es casi tan indecisa como el clima. Los despliegues de calor y de frío son más prematuros que un monólogo. En un mes tan saboteador como mayo, conviene agrupar la sodoma del baile para las noches incrédulas, y linfocitos grises para las mañanas aparentemente traslúcidas. El menos crédulo considerará un sacrilegio agrupar a Siouxsie con Jem, o a The Shins con Chyp-Notic. Por eso, es mejor echarle la culpa al clima.

De yapa viene la incombustible Sandra, quien el verano pasado nos regaló un comeback y, entre otros nuevos entremeses, un cover de The Hooters, exponencialmente una milésima por encima de la versión original.

20080505

¿Quién mató a Odete Roitman?



La casa está a oscuras. Los gritos ininteligibles de un hombre y una mujer se filtran por entre la penumbra de los muebles aún sin forma. La discusión es tremenda. Al encenderse la luz, la escena doméstica cobra vida con un patetismo sobrecogedor. Una mujer carnosa, despeinada, en bata de dormir, persigue al marido con lamentaciones sórdidas, que le son devueltas con la misma intensidad. La tragedia personal de la mujer es visible hasta en sus muecas de congoja. Por entre los pliegues de sus labios y los surcos de sus ojeras salpicadas de llanto, existe todavía un lugar para una belleza extraviada, esa convicción que algunas mujeres alcanzan a relucir pese al horror de la disputa. Dignidad, le dicen. La mujer pertenece a esa estirpe de amas de casa de mediana edad, de caderas ampulosas, desaliñadas y perturbadoramente bellas, tipo Sofia Loren, y los tintes neorrealistas del ajetreo sentimental navegan a flor de piel, con ecos mediterráneos propios de Vittorio de Sica.

Por fin, al unísono, consiguen establecer el acuerdo que ambas partes buscaban entre los gritos y las lágrimas. Él dice que la abandona. Ella se deshace en un sartal de recriminaciones, no tanto como la soledad que está a punto de absorverla, sino porque en medio del drama, el abandono de su marido era una posibilidad al alcance de la mano, el cual más tardó en escuchar que en aceptar. A lo lejos, en una de los rincones de la casa, María de Fátima, la única hija de ambos, digiere la discusión como el desayuno de todos los días. Desde pequeña se sintió distinta. Era completamente ajena al mundo. Harta de la sofocación monotemática del pueblo y de los vestidos baratos y pasados de moda, lo suyo era soñar con un estilo de vida más allá de las puestas de sol del patio de su casa. Lo veía todos los días por televisión. Se topaba con él en las revistas que escondía, quizás, bajo el colchón, añorando un espaldarazo, un golpe de suerte. Ahora, su padre las dejaba, y su oportunidad por fin estaba al alcance de la mano. Sólo le hacía falta dejar de lado, una vez más, los escrúpulos, algo que sabía hacer a la perfección.

Aprovechando que las escrituras legales de la pequeña propiedad familiar estaban a su nombre, Fátima no espera ni veinticuatro horas para vender la casa y darse a la fuga, al igual que su padre. A Raquel, su madre, todo le parece un mal chiste. Regresa después de una asaroza jornada como guía de turismo y ve sus enseres en mitad de la vereda. Su casa no podía ser propiedad de unos extraños. De la noche a la mañana habían apiñado de mala manera los viejos muebles en el portal, desperdigando su ropa por doquier. Era el colmo de la desgracia. En vano busca a su hija entre la confusión de los vecinos que, tan indignados como ella, claman por justicia. Las autoridades se hacen de la vista gorda. Ni siquiera intentan calmarla. La operación inmobiliaria había procedido de acuerdo a la ley. Incluso le muestran los papeles firmados con el puño y letra de su propia hija, quien acababa de dejarla en la calle, sin un centavo. "¿Y la niña?" cree preguntarse Raquel, al borde del colapso. La niña acababa de mandarse mudar a Rio de Janeiro, dispuesta a convertirse de modelo, llevándose consigo las pocas arcas del patrimonio familiar. Todo empieza a derrumbarse.

Esos fueron los acontecimientos solamente del primer capítulo de "Vale Tudo" (1988). Una telenovela brasileña que vuelvo a recordar todas las mañanas, tras seguir los vaivenes del matrimonio que habita los altos del submarino. El visceral porvenir de Raquel Asioli, interpretada con una conveniente dosis sobreactuación por Regina Duarte en la flor de la edad, fue más que suficiente para acuclillar a una nación frente al frío cristal de sus receptores. Aquél fulminante inicio la convirtió en una heroína popular, por derecho propio. Tras el abandono simultáneo de su marido y su hija, Raquel parte en un viaje personal de arrepentimiento, en busca de respuestas que tampoco llegarán fácilmente. Una vez en Rio de Janeiro, responderá al mandato de su incombustible positivismo, una convicción también propia de las mujeres del periodo neorrealista del cine italiano. Más específicamente, de "Las Noches de Cambiria", de Federico Fellini. Sin los aspavientos lúdicos de Giulieta Massina, Raquel es más bien explosiva y vivaracha, deslenguada, capaz de sonreír sin miramientos a la pobreza, y más aún a la soledad que empieza a carcomerle los talones.

Sin embargo, aún en las telenovelas brasileñas más realistas existe un cobijo para un feliz destino de los personajes, desafiando al crudo azar que suele cernirse de maneras menos condescendientes. Raquel conoce a Iván (Antonio Fagundes), un oficinista absorvido por la burocracia y el subempleo, quien resulta ser, cuanto menos, su contraparte masculina. La linealidad argumental de "Vale Tudo" es bastante convencional, como cualquier historia de amor. El inevitable romance de Raquel e Ivan es surcado por insalvables giros de guión, y es allí donde siempre encuentro lugar para asegurar el orígen de la superioridad la teledramaturgia brasileña. Lo más importante no son las correrías de Raquel por la playa vendiendo emparedados de pollo, exponiéndose a las burlas que absuelve con una sonrisa de abnegación infinita. Tampoco lo es su accidentada relación con Iván. La supremacía se erige en los antagonistas, en un par de villanas excepcionales, una de las cuales ejerce incluso el papel protagónico.

Por consiguiente, la clave no se ubica en la poca originalidad y en las concesiones que pueda otorgar una historia de amor común y corriente. El dominio lo ejercen los villanos, y en el caso de los dramas televisivos, las villanas. Fátima (Gloria Pires en la que es quizás la actuación más desgarradora de la época) ejerce el mal por pura carencia de aspiraciones, por resentimiento y hasta por simple ingenuidad. Como ella misma dice en unos de los primeros episodios de altercados violentos con Raquel, su madre, no hay malicia en querer ascender en el escalafón social de un país en plena crisis. Sin embargo, como todo buen personaje, Fátima transforma su autocomplacencia en un vendaval de frivolidades y falsas apariencias, evolucionando hasta convertirse en una taimada y maquinadora víbora. Suyas fueron argucias tales como seducir a Alfonso Roitman, joven heredero de un imperio aeronáutico, sacando del camino a su prometida, Solange, en una jugada maestra. No obstante, el punto más alto de sus intrigas lo consiguió en una escena memorable, al rodar por las escaleras del anfiteatro para inducirse un aborto, al saberse embarazada del gigoló con el que traicionaba a su marido.

La otra villana, más decorativa, pero sin un ápice de sentimientos, era la temida matriarca de la familia Roitman: Odete. Los cronistas aseguran que fue la inclusión de un personaje algo convencional lo que disparó los índices de audiencia hasta la estratósfera, sin terminar de habituarse a las maldades de una villana tan poco convencional como Fátima. Doña Odete Roitman, una bruja de mechas doradas en la frente, mueca pérfida y enormes ojos celestes, aparece con bombos y platillos a mitad de la historia. Su presentación es antológica. Anuncia su llegada a Brasil, procedente del extranjero, mediante una llamada telefónica. El plano detalle de sus labios en el auricular anticipaban una sorpresa tremenda. El posterior travelling hacia su rostro, mucho después, en el aeropuerto, corroboraron su ausencia de sangre en las venas. Odete llega a la mansión de los Roitman, y con un chasquido de los dedos hace y deshace el destino de sus moradores. Convierte a Fátima en su esbirra, y ambas se posicionan como un tándem a prueba de balas, cuyos crímenes quedarán encubiertos sólo hasta la noche previa a su muerte. Más allá del opresivo y fastuoso despliegue de lujo a su alrededor, el mundo de Odete Roitman estaba totalmente contaminado hasta el último rincón. Además de gozar bajo las sábanas con mancebos a los que doblaba en edad, era también aficionada a coleccionar videos pornográficos caseros, que observaba en la recámara de su yate, en altamar, como una antesala a la cópula con algún muchacho de pocos ruegos y grandes necesidades económicas.

Tamaña perversión, sin embargo, fue castigada con tantes y sonantes. Tras descubrirse su amorío con Cesar Ribeiro, el gigoló cuyas caricias compartía con Fátima, la familia entera la sumerge en la vergüenza. El repudio es intolerable. En la enorme mesa del comedor, Odete escucha la sentencia como una condenada a muerte. Irónicamente, le quedan pocas horas de vida. Sin bajar la cabeza, pero con la mirada en el vacío, derrama lágrimas en silencio, con una angustiosa expresión de perfidia arrebatada, casi como Glenn Close en la escena final de "Relaciones Peligrosas". Frente a ella se desvelan los nudos de una intriga familiar que le había costado la vida al primero de sus hijos, y el resto de ellos se rehúsan a aceptar que tienen por madre a un reptil. Después de escuchar los reproches de sus vástagos, Odete se pone de pie y sale de la casa, arrastrando los pies, para nunca regresar, pues morirá asesinada al día siguiente. Un crímen que tuvo al país en entero en vilo durante las dos últimas semanas de emisión.

El final de Fátima es más bien episódico, pues su caída es casi tan accidentada como su ascenso. El adulterio con el gigoló es descubierto mucho antes, de manera escandalosa: su marido la pilla revolcándose con el descamisado en un cuarto de hotel. Es imposible no conmoverse con los dramáticos lamentos de una maldad derrumbándose al pie de la cama, porque las lágrimas de espanto de Fátima son más la de un ave herida, el bucólico llanto de una muchacha condenada a escoger siempre el camino equivocado. Su destino, por el contrario, es desconcertante y antológico. Hacia los últimos minutos del último capítulo, Fátima y el largirucho antigalán brindan semidesnudos en la bañera. Él le susurra que ha seducido exitosamente a un príncipe europeo, con el cual ella deberá desposarse para dar el último golpe. Fátima sonríe al igual que lo hizo cuando vendió la casa de su madre, años atrás, enmarcando la escena con una tonalidad de Bonnie & Clyde para la posteridad. Irrepetible.

Por su parte, doña Odete tiene una abrupta y hitchcockiana despedida. Un asesino sin rostro le asesta dos balazos en el pecho, a quemarropa, a través de los cristales de la puerta. Sin embargo, la violencia de la escena, y el fondo negro sobre el que se registra el plano de la pistola, obedecen más a la mala leche de un rey del crímen como Dario Argento. La identidad del asesino sería revelada también en el último capítulo, y el registro de los índices de audiencia también sobrepasó las expectativas. Se llegó a dictaminar que el 90% de los televisores de la nación brasileña sintonizaban la telenovela. Los productores de la Rede Globo se encargaron de tapizar los engranajes de la trama, de manera que nadie, ni los mismos actores, conocieron el devenir de los hechos sino hasta el último día. Tamaña paroximia condujo a que las escenas fuesen grabadas el mismo día de la emisión. Por si fuera poco, la marca de caldos de cocina Maggi organizó un concurso entre las amas de casa, concediendo el premio mayor a quien respondiese a una pregunta que es, a estas alturas, un reclamo: "¿Quién mató a Odete Roittman".

Algunos puristas continúan asegurando que "Vale Tudo" (emitida en el Perú dos años después, en 1990, por Panamericana Televisión) es la mejor telenovela de todos los tiempos. Tamaña aseveración es aceptada sólo en cuanto a los códigos psicosociales que dicha producción respondió en su momento. La industria televisiva en Brasil continúa siendo la única en el mundo que aborda diferentes temáticas en sus argumentos, aparte del filón melodramático. Desde el vampirismo hasta las aventuras erótico-literarias, los derroteros de la dramaturgia brasileña apuestan por condimentar las vicisitudes de los pastiches domésticos. En el caso de "Vale Tudo", se aprovechó la coyuntura de la crisis económica que atravesaba el país a mediados de los años ochenta, orientando las tramas principales hacia un realismo sin miramientos ni autocomplacencias, que hoy por hoy es utilizado casi por costumbre.

En la amplia colección de fenotipos encontrábamos el perfil exitoso y humano de la homosexualidad (femenina, en este caso, aunque el personaje fue eliminado por censura), y su contraparte, un marica bonachón, encarnado por el mayordomo. Inclusive había lugar para el patetismo desaforado. El personaje al que volví, y continué volviendo después de muchos años, fue el de Helena Roitman. La hija mayor del clan Roitman, una artista plástica divorciada, envejecida, y sumergida en el alcoholismo, era el que se granjeaba siempre mis preferencias. Intepretada con delirio por Renata Sorrah, sus trágicas irrupciones en las reuniones familiares, botella en mano, eran el detonante para el escándalo de su madre y la compasión del resto, situación que acostumbraba a acabar en histeria y hasta en golpes. Por otra parte, la ausencia de escrúpulos de los villanos contribuía, de paso, a corroborar la sensación de estar siendo testigos de una historia que podría repetirse en cualquier otro sitio, y en cualquier época. La telenovela visceral que adorábamos en la niñez y continuamos añorando en la adultez, debería ser materia de múltiples investigaciones y tesis por doquier. Así sea para seguir consumiendo caldos Maggi.