20080408

La primera

Lo único que he podido escribir, desde que tengo uso de razón, han sido historias de mujeres. A los cuatro años, cuando empecé a imaginar situaciones que ocurrían alrededor de un mundo que empezaba y terminaba en mi habitación, creé a Rosemary. Le di forma por mi cuenta, porque la que era de verdad acabó por decepcionarme. Rosemary era una niña que iba al mismo jardín de infantes donde yo iba. Llamaba la atención porque ya a esa edad no parecía una criatura de este mundo. No obstante, jamás hacía honor a su condición angélica. Se ensuciaba las manos para dibujar el avión en el suelo, saltaba como la que más, y acababa inmunda, con el vuelo del vestido blanco hecho trizas. Sus ojos celestes me absorbían a la hora de zamaquearme para que dejara de observarla. Regresaba al salón de clases en harapos. Alzaba la mano para intervenir, y mostraba sin pudor los brazos magullados y embadurnados de tierra. A la hora del almuerzo, se colocaba sobre sus rodillas en carne viva y dejaba rastros de sangre seca en la alfombra.

Yo no estaba de acuerdo. Rosemary iba de rincón en rincón intentando demostrarnos que no era diferente a nosotros, que sus modales de pequeña venada y su piel de sílfide eran capaces de absorver las cosas más mundanas y los juegos más violentos. Me era imposible concebir cómo una niña tan extraterrenal, con todas las condiciones de ser nuestra reina, tuviera que convivir con nosotros en un estado de permanente degradación. Si fuera ella, pensaba, me pasaría el tiempo peinando mi cabellera de diosa griega sobre el columpio, observando al resto con altivez, con la sonrisa pérfida y la certeza de que nunca tendrían la suerte de ser como yo. Dejó de caerme bien. En los recreos la miraba con odio, y no veía las horas de que la trasladaran a otra escuela. Rosemary, la reina anónima, continuaba despeinándose y troncándose las piernas junto a los demás niños. Por eso creé una para mí.

Empecé a observarla al milímetro, guardando cada uno de sus detalles para desvelarlos a la hora de llegar a casa. Fue así como, de pronto, la verdadera Rosemary apareció. Yo la llamaba verdadera, porque la otra, la mundana, la del jardín y las manos mugrosas, era la falsa. Se materializó un domingo por la tarde. No me habían dejado salir a jugar a la calle, y me quedé en mi habitación, harto de poner los mismos discos en el tornamesa portátil. Rosemary no vino del cielo, ni cayó del jardín. Simplemente la vi parada junto a la puerta, radiante, con un vestido extraperlado. La invité a jugar y se sentó, modosa, acomodando los cojines y despertando un hálito de azahares a su alrededor. No me dijo ni mú. Mientras yo jugaba, me miraba con una mezcla de complicidad y lástima a la vez, porque sabía que había venido para ser adorada.

Por ese entonces, di forma a mi primera historia. No la redacté en papel, sino que la conservé en mi mente. Me pregunté qué pasaría si mi Rosemary fuese una huérfana, una marquesita heredera de un trono desierto, donde el único súbdito que quedaba era yo. Empecé a bosquejar el pasado de mi Rosemary, y me encontré con unas historias bastante trágicas. Eran varias. Una de ellas relataba cómo su madre había muerto en el parto. Por eso Rosemary, de muy pequeña, se levantaba en las madrugadas empapada en llanto, porque su madre se le aparecía en sueños. Era el único medio que tenía para poder verla. También estaba su padre, claro, pero vivía en una constante congoja y estaba destinado a irse de este mundo antes de que Rosemary cumpliese los cinco años.

Fue así como Rosemary se quedó sola. Acompañada de muebles vieneses y cofres de rubíes, pero solitaria, necesitada de alguien que le separe las hebras del cabello, que la bañe todos los días en la alberca de infinita vacuedad, que le haga abluciones con un tazón de plata, que la vista con lazos de organdí y vestidos de terciopelo, que la perfumase con azahar y plantas aromáticas previamente hervidas la noche anterior. Yo me ocupaba de estas tareas a diario, al llegar a casa, saliendo del colegio, y transformé mi dormitorio en la habitación de Rosemary, con velos turquesas y jardines extensos. Se me ocurrió que debía proteger a Rosemary del mundo exterior, encerrarla en una isla, tenerla para mí solo.

Unos años más tarde, aún no podía desacerme de su mundo y sin embargo, me quedaba cada vez más lejano. En la contratapa de mis cuadernos, empecé a escribir párrafos pequeños y esporádicos, para no olvidarla. Rosemary y el día en que nació. Rosemary y el fantasma de su madre. Rosemary y su padre en un inmenso cementerio, dejando coronas de flores en la tumba de su madre. Rosemary y su padre solos, alejados del ruido, en una feria, comiendo algodones de azúcar en silencio. Rosemary y la muerte de su padre. Rosemary postrada en un diván, bostezando, sus cabellos perdiéndose por el suelo, a la espera de ser enredados con cintas de satín negro. Rosemary fue la primera de todas.

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