20080428

Los calcetines rojos

En el piso de arriba transcurre una historia de amor como pocas. Hace poco menos de un mes, cuando teníamos sol y abríamos desde temprano puertas y ventanas para sosegar el soponcio de las tres de la tarde, descubrí por casualidad las primeras pistas del vendaval. Desde que me refugié a escribir sentado sobre la silla hawaina del submarino ondulante, no existió peor brecha que el muermo después del almuerzo. Para evitar la siesta y continuar escribiendo contra los dictámenes del estómago y del reposo inevitable, existen dos posibilidades. La primera es ajustarse las sandalias y salir a dar un paseo. Sin embargo, para salir de casa con la cara hecha un lío, desprovisto de los rituales imposibles frente al espejo, prefería quedarme dando vueltas sobre las moquetas del cuarto de baño. Lo segundo es hacer la limpieza. El submarino suele estar todo manga por hombro. Sólo en ocasiones especiales me levanto del tapesco de flores ecuatoriales que recubren el armazón de la silla de playa, y me pongo a hacer la cama. El resto se pudre en los anaqueles de madera pintados con esmalte blanco, que hasta hace poco sofocaban con su olor a disolvente los rincones solitarios.

Una de esas tardes, en la debacle por sentarme a morir sedado por el muermo o a cocinarme al sudor de una siesta de cinco minutos que probablemente se extenderían por un par de horas más, opté por hacer limpieza. Felizmente el polvo es escaso, y me basta un recorrido superficial con el escobillón para que el parquet vuelva a relucir como cuando recién me lo entregaron. Me dirigí escaleras arriba, hacia la azotea. Encontré el escobillón vetusto, de cerdas consumidas, apoyado junto al lavadero de piedra pómez. En su interior, en una sopa turbia y lechosa de jabón disuelto, navegaban un par de sábanas blancas, sin figuras ni motivos pictóricos. Blancas como sábanas de hotel. Me incliné para olerlas, hundiendo mi nariz con dirección a los lienzos chapaleantes, y recordé a mi abuela. Mi abuela gorda, inmensa, con el cabello aún negro, sumergiendo la ropa en la alberca del patio de casa. Cuando abrí los ojos, percibí que algo andaba mal. El mar níveo se estaba tiñendo repentinamente de malva, como una paloma herida, desangrándose sin remedio. Tras asegurarme que no había nadie alrededor, sumergí un brazo en la lavasa. Al revolverla, salieron a flote un par de calcetines rojos de lana que parecían podrirse desde el fondo, escurriendo hilos púrpuras por entre los pliegues de las sábanas. Saqué el brazo a tiempo, justo después de escuchar los pasos de alguien del piso superior acercándose a la lavandería. Cogí el escobillón chamuscado y el recolector de plástico, y bajé rápidamente por donde había venido.

Una vez a salvo, escudado tras la puerta, escuché otra vez el chapaleo de las sábanas. Creí deducir que habían colocado los calcetines a propósito, una maniobra propia de las amas de casa de mediana edad, y que la solución del misterio ocurriría al caer la noche, cuando llegara el marido. Hacia las ocho, en efecto, comenzaron los gritos. Ya los había oído antes, desde aquella mañana en que la mujer había llorado la vida entera postrada en el descanso de las escaleras, justo frente a mi puerta. Pero esa noche, la mujer parecía dispuesta a dar guerra. La premeditación del crímen contra las sábanas la desterraban de la sumisión doméstica y la colocaban al medio del frente de batalla, como un indefenso peón a punto de dar el jaque. No obstante, jamás consiguió asestar el golpe de gracia. Los gritos y la histeria se doblegaron en un chillido seco, provocado por algún carajo que silenció el altercado. Luego bailaron un vals triste, más parecido a un bolero de rockola, porque encendieron la radio y no la apagaron hasta la madrugada. Perdí la cuenta de los hechos. A la mañana siguiente descubrí las sábanas enterradas por entre los pliegues de las bolsas de basura. El altercado pareció no volver a repetirse. Al menos no hasta que, días después, me encontré de pie frente a la escalera, maravillado, con un reguero de ropas de mujer que se despedigaban desde el piso superior y se extendían hasta las veredas de la calle.

20080424

Basura tóxica


El diablo no siempre viste a la moda, pero va en tacones. Lo suyo no es llevar un modelón que ensombrezca a cualquier diseñador de fama reconocida, porque prefiere más bien un corte hermético, ejecutivo y de poco vuelo, que se adhiera con facilidad a su anatomía de venada. La consigna es adquirir la suficiente agilidad para atravesar de palmo a palmo las oficinas de todo el piso. Ya sea en pantalones oscuros de seda o en faldas tubo, jamás se despega de los tacones. Los necesita. Tal vez porque otro de sus requerimientos internos es estar por sobre los demás empleados a su cargo y, de no ser por los tacones, su cuello estaría condenado a una tortícolis permanente. Sus pocos centímetros de estatura los compensa con su inclemencia, y tampoco hacen justicia para ir de la mano con su autoridad. Porque gracias a ella, se sostiene el emporio del tabloide más vendido y más vapuleado por el jet set. Y eso es sólo el principio.

Cuando llega a casa, Lucy Spiller no tiene a nadie que la despoje de los tacones. Todos los frentes familiares se encuentran clausurados. A esas alturas se le deben haber formado sendas ampollas en el empeine de los pies, y lo que le duele más no es saberse sola, sino también seca. En medio del huracán de reconocimientos profesionales y financieros, el estigma de la insatisfacción está siempre presente a flor de piel, por debajo de sus senos huérfanos. La cópula es siempre un vano intento de fortalecer el torrente de frigidez que se le acumula entre las piernas, y los amantes son sólo billetes sin número de una lotería falaz, que jamás le concede el premio mayor. El orígen de su problema es una ironía del destino. No tiene que saldar cuentas con su consciencia, porque la perdió cuando vendió su alma a sí misma, apostando por el sensacionalismo y en la destrucción peyorativa de las estrellas multimediáticas. Lucy Spiller alcanza ventas astronómicas, pero no alcanza el orgasmo. Al menos no con segundas ni terceras personas. Tiene que tomar las riendas por sí misma, como todos los asuntos de su vida. Para ello posee un extraño aparato eléctrico de color negro, similar a una rasuradora, en el primer cajón de su mesa de noche. Con él, evoca los opacos desencuentros. Es una criatura autosuficiente, casi tanto como Chris Hargensen, aquella adolescente contestataria de "Carrie", la novela de Stephen King (más no la película de Brian de Palma, que mutiló dicha condición del personaje, interpretado brillantemente por Nancy Allen).

La segunda burla del destino ocurrió al poco tiempo de convertirse en ama y señora de las publicaciones del mismo género. Pasó de perseguidora a perseguida, al enamorarse de Holt McLaren, la estrella de Hollywood más escandalosa del momento. Incapaz de ponerle fin al deseo que la arañaba por dentro, Lucy Spiller prolongó aún más sus sesiones nocturnas con aquél remedo de rasuradora. Y debió estropeársele porque, en un arranque de traición hacias sus propios principios, acabó con el tormento que carcomía su estabilidad. Se doblegó entre las sábanas con el efebo de pectorales esculpidos, que además acababa de protagonizar una película de David Fincher. Desgraciadamente, Lucy jamás volvió a ser la misma. Todo aquél circo muy bien montado a su alrededor, ese despliegue técnico y argumental que convirtieron a su historia en una de las más incandescentes durante mis ratos de ocio cuasi obligado y ritual, se resquebrajó en los primeros capítulos de su segunda temporada. Aunque el golpe de gracia se lo había asestado, un tiempo atrás, la huelga de escritores estadounidenses, que finiquitó la otra mitad del argumento, tras siete insípidas emisiones.

Quizás nada me resulta más reconfortante que seguir las andanzas de una arpía al alcance de la mano, es decir, una villana doméstica, televisiva. Sobretodo cuando las aventuras de una mujer demonio están bien articuladas, y la voracidad y falta de escrúpulos del personaje traslucen el talento de sus respectivos guionistas. En un medio tan esquemático y funcional como el de la televisión, contar con un personaje impúdicamente bien construído implica la inmediata adicción del televidente, llamésmole teléfago, como en mi caso. El ejemplo más claro de esta tendencia lo constituye, por derecho propio, Nancy Botwin (interpretada por la resucitada Mary-Louise Parker), protagonista de 'Weeds', otra de las series de cable que valen su peso en oro. Sin embargo, cuando se trata de una villana, las emociones van y vienen por partida doble. Sino, que tomen la palabra toda esa pléyade de villanas incombustibles de las telenovelas de la Rede Globo.

Cuando DIRT, la serie de la que me ocupo, se estrenó en la televisión norteamericana hace más de un año, la crítica se dividió. La mayor parte se inclinó por recriminar la frivolidad de su línea argumental. Yo me encontraba en la trinchera de los partidarios. Desde un primer momento, encontré más que correcta la puesta en escena y sobretodo aquella forma vertiginosa en que se iniciaba y concluía cada capítulo, amén de un excelente guión, que relucía además inusitados tintes surrealistas, como el personaje de Don Konkey, un esquizofrénico paparazzi que hablaba con las paredes, con los cadáveres y hasta con su gato. No obstante, tamaños índices de calidad quedaron sepultados en el olvido tras el tempestuoso final de la primera temporada, que por poco acaba con la suerte de la anti-heroína (Courteney Cox en un papel similar al que interpretó en la saga "Scream").

Por desgracia, durante la segunda temporada, las cosas jamás llegaron a buen puerto. Los nuevos capítulos parecían obsoletos y el argumento batallaba entre la improvisación y la carencia del brío de sus antecesores. Hoy por hoy, los siete capítulos filmados antes de la huelga de escritores finalizaron la temporada de forma intempestiva, atando los cabos sueltos que interesaban al público, y que constituían el nudo orgánico de su complejidad. La feliz consolidación del romance entre Lucy Spiller y Holt McLaren, la muerte de Brent Barrow, la cura definitiva de la esquizofrenia de Don Konkey, la muerte de la madre de Lucy y la solución a sus traumas infantiles, y el término del breve romance entre Willa y Farber sepultan de por sí cualquier vestigio de continuidad en el universo dramático de "Dirt". Los pobres índices de audiencia recolectados a lo largo de los últimos siete capítulos son testimonio suficiente para un nicho en el cementerio de series de televisión. ¿Resucitarán los ejecutivos de FX las cenizas de una serie que traicionó a sus seguidores incondicionales, elaborando nuevos personajes, nuevos giros dramáticos, nuevos invitados de lujo y nuevos tacones para Lucy Spiller? Lo más probable es de que no.

20080423

El arca

Escribo en un submarino de paredes blancas. Me gusta referirme a él como un submarino, porque en realidad es un navío. No navega bajo el agua, sino encima de un magma diáfano, de temperaturas muy cálidas, inclusive en invierno. Después de tanto tiempo postrado sobre la silla hawaiana que adapté para sentarme frente al ordenador, me siento como un piloto comandando un barco de curso imprevisible. Hasta la fecha soy incapaz de identificar el porvenir de mi empresa de navegación. Aún desconozco si el navío, un receptáculo de aristas extendibles inicialmente amorfas, inaugurado un par de meses atrás, conseguirá llegar a alguna parte. Los límites se van ensanchando según el transcurso de los vientos, pero tampoco poseo una brújula. La única orientación proviene de una veleta que está sobre mi cabeza, que a veces se erige y a veces no; es muy rebelde, depende de la humedad de los días y la posición en la que duermo. Yo quería que estuviese siempre en pie. Sin embargo, para lograr que permanezca en posición vertical, es necesaria una pequeña trasquilación. Jamás supe explicarlo, pero Miryam identificó lo identificable y procedió a cortarme el pelo con unas tijeras de papel metálicas que extraje de la repisa del dormitorio de mi abuela, la única vez que me mudé de casa para nunca más volver.

Lo bueno es que el navío se transforma en submarino, sobretodo por las mañanas. Al correr las cortinas de la escotilla, el fulgor de luz amarilla se dispersa y se chamusca a través de las ondas marrones y grises de los tejidos sintéticos, y la cabina de tripulación se rodea agua turbia. Al sentarme en la silla hawaina, la presión atmosférica se suspende. Alrededor, el oxígeno traspasa su composición química, y lo que queda es una pasta entre amarillenta y anaranjada, una gelatina de limón podrido, una pangea que contiene porvenires y personas de rostro anónimo. Más que un oráculo gaseoso, es un tornado metafórico, con fotos en blanco y negro, una mecedora, un cadáver, una vaca y una bomba, y yo, Dorothy, me quedo al centro. La diferencia es que no salgo de Kansas, sino que me quedo en el mismo sitio. Rebeca no está, aguarda su turno, porque la que toma las riendas es Leona. Esta chica es increíble. Es la que más dolores de cabeza me está causando. Si no fuese una mujer, podría decir que estoy enamorado de ella, porque las claves de su personalidad me sacan de quicio, a la hora de intentar hacer coincidir las piezas. Leona es quizás la única persona de mi actual álbum familiar que no está loca. Desconozco si Leona es hija mía o mi hermana gemela, o una trasposición de mi eterna adolescencia, todas a la vez, o ninguna. El caso es que sigo sin comprenderla, y me da miedo no poder prolongar el coito con sus giros argumentales, porque es una mujer imprenetrable.

Podría decir que por su culpa, no puedo conciliar el sueño. Jamás imaginé que me fuese a traer tantos problemas. Leona es como una tormenta que amenaza con romper la escotilla del submarino y hacer entrar la lava desconocida del entorno, escaldando las paredes y ocasionando el naufragio de un artefacto que ya estaba de por sí hundido. Por eso me es tan difícil sumergirlo. Prefiero tenerlo en la superficie, a la deriva, sin destino aparente, pero a flote. Eso ocurre por las noches. Más de una vez, espantado por los asaltos de ansiedad que me acogotan la garganta y me impiden respirar, me levanto a tientas con la espalda repleta de sanguijuelas, buscando la escotilla del barco con los brazos en cruz, y cuando alcanzo a abrirla, no veo sino un mar gris y espumoso, un purgatorio similar a la escena final de "El Arca Rusa", y me pregunto si no me habré dado cuenta que, desde que decidí zarpar, tendría que quedarme perdido en ella para siempre.

20080420

Otro muerto

Me desatasqué. Y en menos de dos días. La clave la encontré, cómo no, en otra película de Saura, "Elisa, vida mía", que acababa de ver por primera vez. Lo que hice fue agregar otro cadáver. El crímen es siempre un recurso convencional, pero inspirador. Mi profesor de cine en la universidad solía asegurar que casi el 90% de trabajos de curso de los alumnos giraban en torno a un asesinato. Quizás las maquinaciones que uno mismo ejerce y asume a la hora de crear una historia, reciben interpretaciones diferentes en épocas distintas. Es que somos por etapas. Al menos yo soy por Etapas. No sé hasta qué punto el impulso primigenio por el crímen pueda ser capaz de sustentar la validez o verosimilitud de una historia. En todo caso, el crímen es sólo una de las múltiples caras de la pasión. Durante muchos años se me dio por pensar que los seres humanos no estábamos hechos de sentimientos, sino de impulsos. El aparato sensitivo se orienta y empieza a desarrollarse a través de una pulsión cerebral. De este modo, el amor no sería lo principal, sino la pasión. Los sentimientos vienen mucho después. Y lo que es curioso, la pasión también posee muchas caras. La mayor parte de las veces es engañosa, una falacia desprovista de omnipresencia. La misma pasión desaforada por querer o por poseer a alguien es la misma que conduce al instinto de matar. Entonces, lo realmente importante es la pasión. Por consiguiente, la pasión es un crímen, y por lo tanto, todos somos criminales, asesinos, crápulas, victimarios sentimentales. No es una mera chapuza para contener la avalancha creativa que se desata al colocar un cadáver. Un muerto está ciego, y ciega todo lo que está a su alrededor. Cuando aparece de pronto, por ejemplo, en una carretera olvidada, nadie puede asegurar a ciencia cierta las historias que guarda. Se encuentran clausuradas dentro de él, y jamás conseguiremos respuesta. Podemos investigar los hechos, las motivaciones, pero nunca obtendremos el punto de vista del muerto. El afectado se queda sin audiencia, sin posibilidades de defender las pesquizas o de censurarlas. No tiene ni voz ni voto, y eso, por desgracia, es muy frustrante. Demasiado. No me atrevería a recomendar a quien le apetezca ser escritor a colocar cadáveres alrededor de su argumento, cada vez que sufra un atasco de creatividad o de inspiración. No porque ya existan en el mundo suficientes escritoras especializadas en bibliotecas del crímen (las mujeres son más pasionales que los hombres, por ende, sus perspectivas criminalisísticas, y sus historias, son mucho mejores), sino porque es lo que yo pienso hacer, a partir de hoy.

20080419

Todo escapa

Me he quedado estancado. Ese es uno de los problemas a la hora de elegir no un relato plurilateral, sino recurrente, de varios personajes. Nunca soy mezquino con ninguno de ellos. Todos son importantes, y la línea espacio-temporal de la narración se rige por las motivaciones propias a ellos mismos, salpicando nombres propios, hechos, épocas y pasajes de la vida de cada uno por doquier, sin un criterio aparente para el lector, al menos al principio. La estructura es episódica, y empezar a escribirlo de este modo es dificílisimo. Se me ocurrió escribirlo todo de un modo linealmente convencional y empezar a sezgar y distribuír los capítulos, aislándonos por doquier, como un puzzle enfermizo que apaciguaría mis ansias de poderle punto final cuanto antes.

Sin embargo, aquél criterio mutilaría mi función de lector primigenio. No puedo evitar dirigir también el modo en que debe ser leído. Los capítulos pueden diseminarse en el espacio-tiempo, pero los cabos deben atarse con pistas interconectadas, de manera que el lector, además de poder ejercer el buen juicio, determine por sí mismo las pistas colocadas sin intención aparente, para poder recolectarlas todas por lo menos hacia la mitad del libro. Claro que la determinación del destino de los personajes tiene mucho de sorpresa, es un secreto tremendo, muy bien guardado, pero la finalidad es que no sea gratuito, pues lo natural de la tragedia, que jamás revelaré, debe estar justificada. De no ser así, resultaría jalado de los pelos, y el relato se consumiría en un lodazal de intenciones a medio camino.

Los problemas podrían resolverse bajo el manoseado recurso del deux est machina, pero no soy Woody Allen, y no estoy escribiendo un guión, sino un libro. Antes de sentarme a escribirlo, me planteé el mismo proceso al que suelo recurrir cuando escribo un guión. Trazar un gran mapa situacional, con personajes, fechas y hechos, para evitar ir a ciegas. Antes no lo hacía. Me acostumbré a escribir sin soportes dramáticos ni previsiones de ningún tipo, desconocía las técnicas, porque tampoco tuve formación alguna, empecé a escribir por pura necesidad, por vicio, por las ansias de crear y moldear historias que no fuesen las mías propias. Fue una válvula de escalpe a la cual tuve que ponerle una brújula.

Jacqueline Susann fue mi primera heroína literaria, mucho antes que el resto. Esta mujer no poseía una técnica notable, y hasta he llegado a pensar que su estilo no provenía de ella misma, sino de su editor. En algunas biografías se aseguró que el manuscrito original de "Valley of the dolls" estaba tan mal redactado que su editor pasó dos meses reescribiendo el texto. Sin embargo, el relato orgánico, las motivaciones y el curso trágico de los personajes ya estaban allí. Jacqueline Susann, para Gore Vidal, no era una escritora, sino una mecanógrafa. Esto es reconocible hasta cierto punto. La mujer era una fuente inacabable de glamour y chicas descarriadas. Yo creo que le hubiese ido mejor escribiendo guiones televisivos en vez de libros. Sin embargo, resultan perecederos, y desde siempre han sido contemplados, al menos por mi, como frutos de la dedicación y el esfuerzo de una mujer que se sabía enferma de cáncer y con poco tiempo de vida. Su lectura continúa siendo un deleite de folletín y engordan como el mejor mantecado, repleto de empalagos tóxicos.

El caso es que Jackie solía escribir en una máquina IBM color rosa chicle, y en su estudio, además de la máquina, tenía una gran pizarra con tizas de colores, que le servían para trazar la línea argumental y el devenir de sus criaturas. Esto, hasta para ella, a quien los académicos jamás consideraron como una auténtica escritora, resultaba de vital importancia. Por eso me aventuré a hacer lo mismo, no en una pizarra, sino en un cuaderno de tapa turqueza, que me compré cuando fracasé en mi intento de fungir de profesor de inglés en un instituto de poca monta. No obstante, bosquejar los cabos de la historia no lo es todo. Las circustancias escapan y, como ahora, me hacen imposible continuar. Por eso no borraré nada. La única costumbre meramente positiva que adquirí en el poco tiempo que he venido avocándome tan sólo a escribir es a deshacerme de esa manía de escribir y borrar, escribir y borrar, o reescribir así tenga escritos 50 folios. Sea como fuere, estoy más que preparado para lo que haya de venir.

20080418

Cría cuervos



Ana ve a su madre muerta deambular por el salón. No le dice nada. Intenta adorarla desde lejos, a su manera. Espiarla por entre los rincones. Ser sorprendida por sus brazos de pájaro grande, cadavéricos. Por sus besos huérfanos en el cuello, como cuando estaba viva. Tampoco se lo dice a nadie, lo suyo es un mundo aparte. Quizás porque piensa que con el transcurso de los años compartirán, además de la misma apariencia física, la misma mezquindad de porvenir.

Fue así como descubrí a Carlos Saura. Nunca más pude abandonarlo. Vivir sin alguna de sus primeras películas me resultaría, a estas alturas, improbable. Es una extensión natural de mi personalidad, una de esas piezas amorfas que encajan en el tortuoso rompecabezas emocional, una vertiente más del laberinto multidimensional de mi subconsciente. Al menos mi yo adulto, el de las últimas épocas, bebe del manantial de represiones y sezgos superlativos del primer periodo de Saura, aquél de la soledad y la verdad contestataria. Porque como era de esperarse, acabó diseminando el camino de su evolución cinematográfica hacia derroteros más mundanos y menos ensoñadores, bifurcándolo en una encrucijada comprendida por el teatro, la danza y el no siempre gratuito terreno del documental.

Curiosamente, al cabo de muchos años de sobreexposición sauriana, "Cría cuervos" me resulta el menos atractivo de sus filmes. Esta aseveración comprende sólo un repaso superficial desde la perspectiva de sus otras películas, superiores hasta cierto punto, con lo cual no desmerezco las infinitas bondades de la que me ocupa. En todo caso, sus virtudes la fundamentan como un soporte introductorio válido, como un pasaje de ida sin retorno a la lírica de su filmografía, la piedra angular de sensaciones que deparan un buen viaje inaugural. Todo aquello porque, desde hace un par de décadas, se convirtió, sin ser el leit motiv de su autor, en su película más popular, la más conocida y hasta hace poco tiempo, una de las más disponibles en el mercado doméstico.

La primera vez que la vi, me encontré ante esos relatos de mirada omniprescente y elementos fatuos, de espacios que parecen ser familiares y que después ya no lo son. Sentí en las sienes el golpe palpitante de las tonalidades pastel, de fotos antiguas amarilladas por la humedad y la sobreexposición, de paredes recubiertas por motivos florales o curvas un tanto barrocas, repetidas una y otra vez hasta el infinito, de jerseys de lana tejidos seguramente a mano, de ese universo que guardaban por dentro las revistas Burda y Buenhogar de mi madre, en las cuales solía señalar con un dedo algún pullover a rayas que me tejería para el próximo invierno. Y sobretodo a Ana, tantas veces Ana, la Ana condenada a la perpetuidad dentro de la filmografía de Saura, y que aquí aparece niña por primera vez.

También es la primera vez que Ana se convierte en ama y señora de la historia, o que Saura cede el protagonismo a un personaje femenino. Antes estuvo opacada por los fantasmas de su entorno (como ese inusitado film de horror que es "Ana y los lobos"), o regida bajo el yugo mandatario del esposo, del amante o del jefe, como lo sufrió en carne propia ante Jose Luis López Vásquez en "Peppermint Frappé". Por eso, la mirada ya no es volcánica, sino perturbadora, inocente y hasta encerrada bajo los cánones de soledad, del dolor, y de la opresión. Esa opresión, piedra angular que justificaba el carácter contestatario de este primer periodo, aquí Saura la trasplanta sobre su eje y lo orienta hacia sus adentros, como si trasquilase a un conejo y lo volviese a vestir con la misma piel, pero al revés. La opresión de Ana ya no es la guerra, ni la milicia. Es la incomprensión, el desamor, el rigor de los cánones de su tía, de sus manos afiladas y sus bofetadas. Aquél mundo de adultos, de amantes huyendo de casa semidesnudas y pasión disimulada detrás de las tazas de té o de los matorrales de la finca del veraneo que jamás logra comprender.

Ana deambula buscando a su madre por las habitaciones, por el jardín, por la piscina sin agua, un abismo interminable para los juegos de ella y de sus hermanas. Por allí también deambula su abuela, un cadáver más, en silla de ruedas, parapléjica, sin poder hablar. Tan sólo asiente con esa mueca de tranquilidad mezquina sobre los labios, pero es ya conocedora de su pronto destino, nuevamente un eco al personaje de José Luis López Vásquez, pero esta vez el de "El jardín de las delicias". Las hermanas de Ana, la mayor por pura rebeldía y la menor por inexperiencia e incomprensión generacional, también son cadáveres, fantasmas ambulantes en la postal del inframundo. No hay nada que escape al paisaje desolador, ni siquiera Roni, el hamster que Ana conserva en su dormitorio y que amanece muerto un día, tieso, con los dientes asomándose a través de la comisura de la boca, doblándose como un estropajo, como su madre cuando agonizaba a retortijones, consumiéndose en la cama. En este punto es también imposible, al menos para mí, imaginarme a otra actriz en el papel de la madre de Ana que no sea Geraldine Chaplin. Sus facciones de venado, el rostro cadavérico de niña-mujer, y sus réplicas susurrantes por cortesía de una voz extraterrenal, fueron determinantes para uno de los últimos papeles de la musa de Saura.

Otro de los aspectos presentes en la película es el de la sexualidad reprimida, de la curiosidad de Ana por las enormes tetas de la cocinera (que vemos a plenitud en un angustioso plano medio), del inquebrantable yugo de su tía, una beldad de villana, dueña de un envidiable guardaropa pero incapaz de renunciar a las faldas grises de su uniforme de institutriz. El ostracismo provocado por el infierno de reglas y posturas del orden doméstico, de la mentalidad conservadora de la post guerra, es la que la imposibilita de rendirse a la pasión por aquél militar vetusto y taimado. El mismo que hizo de la vista gorda cuando su esposa se convirtió amante del padre de Ana. La corrupción de la milicia, la voracidad del padre de Ana, y su misma fijación por las tetas de la cocinera, conforman también el panorama contestatario y burlesco con el que el autor quizo sancionar, a su manera, a los horrores de la guerra.

Esa gran mirada inquisidora se apacigua al llevar la película sobre los hombros de una niña. Ana no condena, sólo recuerda. La Ana adulta (interpretada también por Geraldine Chaplin, pero doblada por Julieta Serrano) narra la película sin rencor, y la trasposición del relato aborda una visión mucho más costumbrista que el resto de filmes de Saura. El hilo argumental se asemeja a los recuerdos de infancia, de las fotos amarillas del álbum familiar, de esa colección de imagenes con vida propia, escenas alejadas, felices, algunas amargas, pero todas apacibles. Por ello, el filme palidece ante cuadros surrealistas y retratos de infancia más perdurables como "La prima Angélica", pero, como todas las películas de su autor, para bien o para mal, son piezas inhóspitas de quien sepa apreciarlas o del que esté dispuesto a dejarse absorver por ellas. En todo caso, "Cría cuervos" es de las que mejor ha soportado el paso del tiempo. Su mensaje es más universal, y su valor, junto con la canción de Jeanette, cobra distintos significados, en diversas magnitudes, cada vez que la vuelvo a ver.

20080417

Ya no

Me gustaría decir que tengo abiertas las ventanas de par en par. No puedo, porque sólo tengo una. Por eso abro también la puerta. No me interesa que los de abajo puedan escucharme. Desde que vivo aquí, jamás han evitado tener la misma consideración. Existe, después de todo, cierta comunión entre la radio de bajo y la música de mis dos pequeños parlantes, desde que se averió el amplificador. Por las mañanas es el casero quien me despierta, como solía hacerlo mi padre, poniendo música de la nueva ola. Por las tardes, cuando termino de escribir y estiro las piernas, coloco algo gratificante, porque por las noches se me da por la opresión. Debería escribir algo sobre música para cada hora del día, para la mañana, para el mediodía, para la noche y para la madrugada, pero ese no es el punto. El punto es que te estás demorando.


Me enerva esperarte. Ya sé que tu también lo haces, pero yo quiero hacerte esperar. Porque me da la gana. En cambio, tú te demoras porque quieres. Porque nunca sabes dónde tienes la cabeza. Porque te quedas dormido. Sé que debería ser un poco más condescendiente. Trabajas demasiado. Al menos tienes un ingreso fijo. Yo no. Ahora que lo pienso, el que debería esperarte soy yo. Sin embargo, no lo haré. Sólo espero cuando estoy de novio. Este no es el caso. Tampoco quiero que lo seas, lo nuestro no funciona de ese modo. La radio de abajo se arranca con un shalala inidentificable. Aquí, Imani Coppola y sus únicas once canciones ya se están acabando. ¿Qué habrá sido de esta chica? ¿Por qué, como siempre suele sucederle a cantantes como ella, sufrió también la usura de una discográfica multinacional? Pero ese tampoco es el punto.


Por eso ya no te voy a esperar. Porque el hambre apremia y la consigna es ayunar.

El día en que conocí a La Maga



No era maría. Tan sólo jugó jaxes.

20080415

Es mejor así




Estaba en un error. Existía una sensación más absolutamente onírica que un polvo con maría hidropónica, generalmente por cortesía de una pequeña dama anónima de la cual nunca recuerdo el nombre. Un ejercicio de reacomodación sísmica incomparable de los cinco sentidos, frente al cual todos los métodos mundanos de autosatisfacción palidecían sin remedio alguno. Esa sensación, que no se encuentra en ningún catálogo de estimulantes fármacos ni en ninguna experiencia causada por profilácticos de rugor inesperados, se llama bajar de peso.


No hay nada más maravilloso que vestirse por la mañana, y comprobar que los pantalones bailan alrededor de la cintura, que la correa que usábamos no porque había algo que sujetar, sino porque no quedaba más remedio, encontraba por fin su objetivo de dar vueltas y reptar bajo el ombligo. De ir a una tienda de skinnies, la cual nos había rechazado con inclemencia algún tiempo atrás, y cobrar venganza al adquirir, no sin una minúscula lágrima en la retina, nuestro primer pantalón talla 28.


Y por supuesto, la felicidad absoluta de correr hacia el armario y botar con aspavientos aquellas prendas que estamos seguros jamás nos volverán a quedar, con la certeza de estar obligados a comprar ropa nueva, y que la depresión de no tener nada qué ponernos provocará que bajemos de peso aún más. Claro que dicha preocupación conlleva, al menos en mi caso, una irremediable (y acelerada) caída de cabello. Sin embargo, esos detalles son lo de menos. Prefiero llevar un peluquín a volver a ser talla 32. Es clínicamente más sano hacerse injertos de cabello que una lipoescultura. La eterna diatriba que, pase lo que pase, todo es mejor así.

20080413

Música para embrollar (huye de mí)


Alaska recortable


Podría decirse que la mejor solución es comprarse una I-Book. Mezclar música directamente desde allí y ahorrarse las molestias. Comprar discos Princo a última hora, pagar más del doble por ellos en la bodega de la esquina que a la vez funge de mini ciber, grabarlos a la volada y cargarlos junto a papeles arrugados que indican el título y orden de las canciones escritos con letra ininteligible, son algunos de los riezgos que corre un DJ de poca monta, sobretodo cuando en plena pinchada algún incauto se acerca a pedir reggaeton.


Claro, al final no se sabe a ciencia cierta si fueron las drogas, el trago, o la combinación de ambos los que provocaron que la mezcladora, la humilde máquina con miles de botones multicolores cuyas funciones específicas jamás se terminan de conocer, haya cobrado vida propia e intentado boicotear nuestro acto, llevándose de encuentro las pifias del respetable, inclemente ante los desbarajustes de la tecnología.


El primer consejo es comprobar, al menos en dos medios diferentes, si es que el disco que hemos acabado de grabar realmente funciona. Si creen que basta con sacarlo de la quemadora, meterlo al portadiscos y salir disparados, están horriblemente equivocados. Muchas veces, por misterios inimaginables que a la larga nos ahorrarían transtornos del sistema nervioso (y digestivo, si además de sensibles somos reinas del drama), los discos que grabamos no funcionan, no se graban, o simplemente se ven afectados por el karma de querer que todo salga bien, y acaban corroborando la trágica ley de Murphy.


Por eso, una vez fresco como lonja de parrilla, es recomendable escuchar el disco, desempolvando el viejo discman, en el reproductor de DVDs, en la computadora o en el auto (si se posee un auto propio, desentenderse de lo dicho al principio, pues cualquiera preferiría comprarse una I-Book a un auto). Eso le pasó a DJ De Manzana. Sus discos se arruinaron inexplicablemente, y al final tuve que reemplazarlo, extendiendo mi set más allá de lo previsto y provocando el ataque de nervios de la mezcladora. También hay que llevar un playlist variable, pues al final, por muy enterada que sea la masa, jamás bailarán algo que desconocen, o por lo menos, que la gran mayoría no se anime a bailar. El playlist inicial, salvo algunas modificaciones sobre la marcha, fue el siguiente:


Aerolíneas Federales > No sé ligar
Betty Troupe > El vinilo
Las Vulpess > Me gusta ser una zorra
Mecano > Quiero Vivir En La Ciudad
Kaka De Luxe > Rosario-Toca El Pito
Radio Futura > Enamorado De La Moda Juvenil
Tino Casal > Eloise
Aviador Dro > La Chica de Plexiglas
Juniper Moon > No sé por qué
Olé Olé > No Controles
Alaska y los Pegamoides > Murciana
Club Naval > Aún
Las Siux > Bailamos fatal
Mecano > La Extraña Posición
Luxury 54 > Me Colé En Una Fiesta
Dinarama + Alaska > Perlas Ensangrentadas
Parálisis Permanente > Autosuficiencia
Almodóvar & McNamara > Susan Get Down
Video > La noche no es para mi
Objetivo Birmania > Los amigos de mis amigas son mis amigos
Miguel Bosé > Amante Bandido (con Alaska)
Alaska y los Pegamoides > Horror en el hipermercado
La Mode > Enfermera de noche
Olé Olé > Lili Marlen
Alex y Christina > Me aburro
La Unión > Lobo Hombre En Paris (Love Sessions Mix)
Pato De Goma > Chicos malos
Alaska y Dinarama > Descongélate durante 5:55 a 75º
La Honorable Sociedad > El profesor rebelde
Aerolineas Federales > Me duele la cabeza
Postura 69 > El bote de colón (nesquik-bronskybeat-version)
Almodovar & Mcnamara > Voy A Ser Mama (2:33)
Dinarama + Alaska > Rey Del Glam (Spam Remix)
Objetivo Birmania > Con faldas y a lo loco



Bonus tracks (a pedido):


Superputa > Nintendo (Sky-lab mix)
La Prohibida > Flash
Astrud > Bailando
La Casa Azul > La nueva Yma Sumac
Miguel Bosé y Bimba Bosé > Como un lobo

20080412

MADRID ME MATA!




La Mala Educación presenta:

MADRID ME MATA
Fiesta de la Movida Madrileña!
con DJ POPSTITUTE


lo que siempre quisiste bailar:


alaska y los pegamoides / mecano / aerolíneas federales / parálisis permanente / derribos arias / gabinete caligari / la mode / alaska y dinarama / objetivo birmania / loquillo y los trogloditas / mamá / hombres g / nacha pop / siniestro total / los secretos / olé olé / las vulpess / kaka de luxe / aviador dro / los nikis / radio futura / los toreros muertos / presuntos implicados / zombies / tino casal / seres vacíos / ana curra / un pingüino en mi ascensor / golpes bajos / la unión / Y MUCHO MÁS!


Sábado 12 de abril
EKA BAR
Esperanza 375 (Sótano) - Miraflores
Entrada Libre!
(admisión sólo hasta las 2am)

20080411

La otra mujer

Me despertaron los gritos. Lamenté tener que padecer esa irremediable costumbre de no volver a conciliar el sueño, una vez interrumpido. Me revolví entre las sábanas, aún indeciso de abrir los ojos. Los gritos continuaban. A través de la tonalidad marrón de mis párpados, percibí que el sol entraba ya a borbotones, imparable, por las dos únicas fuentes de luz que existen a mi alrededor: la ventana frente a mi cama y la claraboya sobre la puerta del baño.

Abrí los ojos de un sólo impulso. Me había quedado dormido. Había mucha más luz que de costumbre. Debían ser alrededor de las nueve de la mañana. Entonces traté de identificar el origen de los gritos, pero no pude. En el piso de arriba vive una familia numerosa. De otro lado, la quinta que rodea la casa está colmada de ancianos que hacen imposible alzar la voz más de lo necesario. Los gritos podrían provenir de arriba, que era lo más natural, pero eran demasiado estertóreos. No me atrevía a imaginar que aquella familia ventilase discusiones sin miramientos, pues cuando recién me mudé, comprobé que las paredes eran demasiado frágiles, y hasta para follar había que pensárselo dos veces, o en el peor de los casos, disimularlo con el volúmen de la música o de la televisión.

Entonces vino la primera señal de alarma. Alguien, al parecer una mujer, se quebró la laringe con un grito ahogado, demandante, quizás una última advertencia, y lanzó una amenaza impronunciable. A continuación, una voz masculina, posiblemente el marido, le respondió como un huracán en tropel, dispuesto a silenciarla, con esa acostumbrada postura viril de querer solucionarlo todo de arranque, poniendo las cosas en su punto de un sólo carajo. Pero no lo consiguió. La mujer continuó las amenazas, y se quebró en un llanto iracundo, de esos que vienen acompañados de un hipo imparable. Fue entonces cuando, en medio de la incertidumbre, pude identificar algunas pistas de la gresca.

La mujer lloraba con la misma convicción con que las plañideras amaestradas perfeccionaban el camino de lo irremediable. Era un llanto sin fuerzas, conformista, y completamente desgarrador. El lamento propio de las personas que acaban de descubrir que se han quedado solas, de repente, y que todo empieza a dar vueltas. El interlocutor, los espectadores, y los decorados del teatro lacrimógeno se convierten en un remolino imparable, de formas oscuras, y al protagonista se le va el piso. Es el estado previo a un ataque de nervios. Sin necesidad de estar en alta mar, uno empieza a ahogarse sin remedio, porque, al descubrirnos solos, nos vanos por la coladera del enojo y la certeza de haber perdido, y sólo queremos desaparecer sin dejar rastros, tierra trágame. Porque queremos irnos, pero necesitamos que la otra persona se quede en el mismo sitio, a salvo del desastre. Era una riña de amor. Era un llanto de amor. I know this because Tyler knows this ("Fight Club", Chuck Palahniuk, cap 1, pag 1).

Así, sin acabar de desenredarme de las sábanas, comprendí que la mujer lloraba por amor, que el marido era un tirano, que la película de los años treinta, tan ubicable en un rancho de Nuevo Mexico como en una quinta de Miraflores, era irrepetible, y que la historia no sería historia si no fuese porque el mundo gira en círculos concéntricos, y la repetición es una forma de expiación que hay que aceptar sin miramientos, porque no queda más remedio. La idea del espiral universal, que estaba pensando abordar en uno de los capítulos que vengo escribiendo desde hace un par de meses, se desmoronó de improviso al escuchar el ruido de un objeto pesado hacerse añicos contra el suelo. No era un vaso, ni un florero, ni una piesa de la vajilla. Era una cafetera, una maceta, o algún electrodoméstico con incrustaciones de vidrio. Entonces entendí que la cosa daba para más.

De pronto la mujer, en medio de su congoja, le pidió al hombre que se fuera. En ese lapso de tiempo el marido debió de cambiar de posición, porque me fue imposible entender lo que decía. Sólo siguieron llegando las súplicas de ella, cuya voz ahora cobraba una inusitada seguridad, esa convicción de animal herido, el valor de quien, en medio de la soledad, aún le queda algo qué proteger. El panorama cambió. Había una pieza en el rompecabezas que no encajaba. Faltaba la razón por la cual la mujer estaba jugándose el todo por el todo, el motivo de que haya pasado de plañidera a leona. Su voz, afectada por el llanto, empezó a chillar de indignación, y el elemento no identificado al comienzo hizo su aparición. Otro llanto de mujer. ¿La amante quizás? ¿La hermana menor, descubierta en la cama, tal vez en pleno retozo? ¿La cuñada? ¿La hija, a lo mejor, violada? Lamenté no estar más cerca de los hechos. Mi camara de video estaba tirada por alguna parte, entre la ropa sucia. Lamenté que estuviese descargada, con el cargador inubicable, pues de haberla tenido con batería, habría subido con ella a registrarlo todo, y el aquél recuento de violencia hubiese respondido tranquilamente a los cánones del Dogma 95.

Ahora era la otra mujer la que ganaba en la competición de lloriqueos. La mujer del principio intentaba resguardarla del marido incólume y aún con fuerzas de marcha. Otra maceta (o electrodoméstico) al suelo, y la puerta se abrió. Al parecer la mujer ganó la disputa después de todo, porque los pasos grandes y pesados del hombre bajando la escalera, refunfuñando, reclamando para sí mismo un valor que no pudo encontrar arriba, hicieron eco junto a mi puerta, y se perdieron para siempre por la entrada de la casa. Después surgió el sollozo y pequeños reclamos esporádicos de una inocencia enternecedora. El tercer elemento no era una mujer, sino un niño, posiblemente de unos diez años, y ahora acababa de llorar junto a su madre, quien no paraba de preguntarle si estaba bien, o si no necesitaba más papel higiénico, que ella podría irlo a buscar a la tienda, rapidito nomás, y después volvía y todo volvería a la normalidad, que ya se fue, ya se fue, ya no va a volver más, no llores, por favor, que me haces sentir peor, y ahora me pongo toda perdida de mocos.

La madre intentaba hacerlo reír. Rió ella misma. Pero no lo consiguió. Después, el niño bajó las escaleras tambaléandose, seguido de su madre, y salió con un destino desconocido. La mujer cerró la puerta de la casa y volvió a subir las escaleras. Pasó junto a mi puerta. A estas alturas yo estaba sentado sobre el colchón, despeinado, con las energías mañaneras totalmente descuajeringadas. La mujer continuaba llorando, ahora con más fuerza. La escuché apoyarse en el barandal y sentarse en el descanso. Debió de secarse las lágrimas con el vestido. Fue inútil, porque la oí incorporarse de nuevo, y subió las escaleras hacia su piso con el llanto prolongado, resignado, infinitamente ajeno al espacio y al tiempo. Al fin estaba sola, o por lo menos la habían quedado sola. Nada podría impedirle llorar todo lo que había querido llorar al principio y así, solitaria, abrió la puerta de su apartamento y la cerró sin fuerzas.

Sentí sus pasos de congoja sobre el techo. Quizás aún indecisa de elegir un lugar para desahogarse a su anchas, la escuché arrastrar una silla y colocarla en el centro del salón, es decir, justo arriba de mi cama, y se desplomó en ella. Me incorporé al fin. La dejaría sola. Se lo había ganado. Mis ánimos, en cambio, sí estaban por los suelos. Recordé las innumerables madrugadas de tormento, aquellas noches en las que me es imposible conciliar el sueño, la cama se me hace insoportable y el suelo de madera descolorida es quizás un nuevo martirio, pero me resulta más cómodo que un colchón de plaza y media. Los vecinos también deben haberme escuchado. Quizás he llegado a esta antigua casa de apartamentos improvisados, a esta quinta, por alguna razón. De todos modos ya tengo toda la mañana destruída.

20080410

Pills Pills Pills




Este viernes hay más jaleo en la Casa Ida. Aún no estoy seguro de ir, todo depende de si me quedarán fuerzas para la pinchada del sábado, que promete estar mejor (con lo cual no estoy desmereciendo ninguna iniciativa, por si acaso).



Pills Pills Pills
La Casa Ida
Colmena 767 - Centro
Entrada Libre

La Casa Ida


El preludio del baño es sin duda lo mejor.


La primera vez que pisé la Casa Ida, no sabía que se llamaba así. Lo supe muchísimo después. En su momento bajamos del taxi como corderos asinados, atolondrados y sin saber qué hacer en la cuadra siete de la avenida La Colmena. Al costado quedaba el viejo cine Le Paris. Veinte años atrás, bajé corriendo desde un Ford descapotable, en pantalones cortos, hacia la boletería, porque llegábamos tarde a la sesión matinal de "Travesuras de una bruja". Fue la única vez que pisé ese cine, y como siempre, a mitad de la proyección me quedé dormido en la butaca, y me despertaron cuando ya el último espectador se había ido al bar del lobby.


A comienzos de la década anterior, el cine Le Paris inició su descenso por los inframundos de la periferia cinematográfica de los cines porno, como muchos otros que jamás alcanzaron a convertirse en complejos multiplex. Cuando bajamos el taxi, los carteles anunciaban "Esposas ardientes" y "La Niña y el Perro". Pero a lo que más temíamos era a la horda de descamisados que nos acechaban desde cada esquina, esquivando incluso a uno que interpretaba su doble papel de taxista/carterista.


En la puerta nos pidieron la contraseña. Eso de por sí ya era un reclamo de diversión atípica. A continuación nos encontramos con una escalera infinita de marmol, con apariencia de despacho ministerial, y subimos los cuatro pisos al dedo, apoyados sobre el barandal de madera carcomida, fuente del vaho de humedad que se respiraba desde la entrada. Avanzamos por el corredor atestado de gente bebiendo en el descanso de las escaleras y junto a la ventana que daba hacia la avenida La Colmena. Al asomarme por ella, sacando medio cuerpo afuera y dejando mis pies colgados en el aire, formulé la teoría de que uno no es buen limeño sino hasta haber visto la avenida La Colmena de noche, y desde un cuarto piso.

Al llegar eran alrededor de las doce. Desde el fondo llegaba la reverberación de algún grupo que había empezado a tocar, posiblemente el telonero de turno. La arteria principal de la Casa Ida se trataba, a fin de cuentas, de un espacio pequeño y laberíntico, de pasadizos más o menos espaciosos, pero por lo general despoblados, porque la gente prefería estar cerca al jaleo, y el jaleo se armaba al fondo, en un salón pequeño que conducía a otro más apartado. Era allí donde se hacían los conciertos. Mini conciertos, pero tocadas al fin y al cabo.

Habían muchas caras conocidas, y caí en cuenta de que la misma gente va a los mismos sitios, y después de pasarse los fines de semana en eventos similares, uno acaba conociendo de vista a todo el mundo. Ya sea en la entrada, en las escaleras, en la cola para comprar cerveza, o haciendo tiempo en el extraño cuarto que precede al baño, hay miradas de complicidad, haces hola con un gesto, o con una sonrisa de resignación, como diciendo sí pues, yo también estoy aquí porque todo el mundo está aquí. Lima, o por lo menos la Lima que conozco y de la que jamás me apartaría, es así.

Después del concierto, desbaratamos unas lamparas de forma larval que habían colgado en el techo del salón principal (y quizás el más pequeño). La gente, animada por las cervezas o por el pum pum pum de algún remix de Chimo Bayo por cortesía del DJ de turno, se colocó los alambres alrededor del cuerpo o simplemente los pisoteó, y la fiesta post concierto se convirtió en un pogo improvisado de griterío y botellas rotas. Algunas veces, la Casa Ida pone, y mucho, como esa vez. Otras veces no. Sin embargo, aún quedaba el punto inhóspito que no exploramos aquella primera vez, y que pronto descubriríamos como el espacio propicio para el jaleo, con o sin concierto: la azotea.

20080409

Playlist ABRIL08




Andreas Dorau > Das ist das wirkliche Leben © LP. Ärger mit der Unsterblichkeit, 1992
Video > La noche no es para mi © LP. Videoterapia, 1983
The Teenagers > Homecoming © LP. Reality Check, 2008
Spillsbury > Dritter © LP. Raus!, 2003
Najwajean > Illness © LP. 10 Years After, 2007
Cubismo Grafico > Rosemarie Trockel © LP. Untitled (But One Wish), 2002
Quarks > Waldstück © LP. Zuhause, 1997
The B-52's > Love in the year 3000 © LP. Funplex, 2008
Freezepop > Get Ready 2 Rokk © LP. Forever, 2000
Stereo Total > Ich bin nackt © LP. Do The Bambi, 2005
To My Boy > Talk © LP. Messages, 2007
Fangoria > La mortal gelatina de Limón © MQT. Sí es pecado, 1990


Nota > Las canciones figuran en el reproductor de la izquierda. Son mp3 de 192kbps o superior, y normalmente tardan bastante en cargar. Después de escucharlas, ¡oh sorpresa! se quedan guardadas en los archivos temporales de la computadora.


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Mi afición por los mixtapes puede ser parte de un próximo post, pero para empezar, digamos que he intentado colocar algo de lo nuevo, algo de lo viejo, y algo de lo de siempre. Los mixtapes deberían ser trimestrales o anuales, sin embargo, acabo de descubrir que es mucho más divertido hacerlos cada mes. Tampoco tienen por qué ser extensos. Doce canciones son perfectas para ser registradas en ambos lados de un cassette de duración normal (que para eso estaban). ¿Por qué la carátula está hecha del tamaño de un disco compacto? Es algo que jamás podré saber.

20080408

La primera

Lo único que he podido escribir, desde que tengo uso de razón, han sido historias de mujeres. A los cuatro años, cuando empecé a imaginar situaciones que ocurrían alrededor de un mundo que empezaba y terminaba en mi habitación, creé a Rosemary. Le di forma por mi cuenta, porque la que era de verdad acabó por decepcionarme. Rosemary era una niña que iba al mismo jardín de infantes donde yo iba. Llamaba la atención porque ya a esa edad no parecía una criatura de este mundo. No obstante, jamás hacía honor a su condición angélica. Se ensuciaba las manos para dibujar el avión en el suelo, saltaba como la que más, y acababa inmunda, con el vuelo del vestido blanco hecho trizas. Sus ojos celestes me absorbían a la hora de zamaquearme para que dejara de observarla. Regresaba al salón de clases en harapos. Alzaba la mano para intervenir, y mostraba sin pudor los brazos magullados y embadurnados de tierra. A la hora del almuerzo, se colocaba sobre sus rodillas en carne viva y dejaba rastros de sangre seca en la alfombra.

Yo no estaba de acuerdo. Rosemary iba de rincón en rincón intentando demostrarnos que no era diferente a nosotros, que sus modales de pequeña venada y su piel de sílfide eran capaces de absorver las cosas más mundanas y los juegos más violentos. Me era imposible concebir cómo una niña tan extraterrenal, con todas las condiciones de ser nuestra reina, tuviera que convivir con nosotros en un estado de permanente degradación. Si fuera ella, pensaba, me pasaría el tiempo peinando mi cabellera de diosa griega sobre el columpio, observando al resto con altivez, con la sonrisa pérfida y la certeza de que nunca tendrían la suerte de ser como yo. Dejó de caerme bien. En los recreos la miraba con odio, y no veía las horas de que la trasladaran a otra escuela. Rosemary, la reina anónima, continuaba despeinándose y troncándose las piernas junto a los demás niños. Por eso creé una para mí.

Empecé a observarla al milímetro, guardando cada uno de sus detalles para desvelarlos a la hora de llegar a casa. Fue así como, de pronto, la verdadera Rosemary apareció. Yo la llamaba verdadera, porque la otra, la mundana, la del jardín y las manos mugrosas, era la falsa. Se materializó un domingo por la tarde. No me habían dejado salir a jugar a la calle, y me quedé en mi habitación, harto de poner los mismos discos en el tornamesa portátil. Rosemary no vino del cielo, ni cayó del jardín. Simplemente la vi parada junto a la puerta, radiante, con un vestido extraperlado. La invité a jugar y se sentó, modosa, acomodando los cojines y despertando un hálito de azahares a su alrededor. No me dijo ni mú. Mientras yo jugaba, me miraba con una mezcla de complicidad y lástima a la vez, porque sabía que había venido para ser adorada.

Por ese entonces, di forma a mi primera historia. No la redacté en papel, sino que la conservé en mi mente. Me pregunté qué pasaría si mi Rosemary fuese una huérfana, una marquesita heredera de un trono desierto, donde el único súbdito que quedaba era yo. Empecé a bosquejar el pasado de mi Rosemary, y me encontré con unas historias bastante trágicas. Eran varias. Una de ellas relataba cómo su madre había muerto en el parto. Por eso Rosemary, de muy pequeña, se levantaba en las madrugadas empapada en llanto, porque su madre se le aparecía en sueños. Era el único medio que tenía para poder verla. También estaba su padre, claro, pero vivía en una constante congoja y estaba destinado a irse de este mundo antes de que Rosemary cumpliese los cinco años.

Fue así como Rosemary se quedó sola. Acompañada de muebles vieneses y cofres de rubíes, pero solitaria, necesitada de alguien que le separe las hebras del cabello, que la bañe todos los días en la alberca de infinita vacuedad, que le haga abluciones con un tazón de plata, que la vista con lazos de organdí y vestidos de terciopelo, que la perfumase con azahar y plantas aromáticas previamente hervidas la noche anterior. Yo me ocupaba de estas tareas a diario, al llegar a casa, saliendo del colegio, y transformé mi dormitorio en la habitación de Rosemary, con velos turquesas y jardines extensos. Se me ocurrió que debía proteger a Rosemary del mundo exterior, encerrarla en una isla, tenerla para mí solo.

Unos años más tarde, aún no podía desacerme de su mundo y sin embargo, me quedaba cada vez más lejano. En la contratapa de mis cuadernos, empecé a escribir párrafos pequeños y esporádicos, para no olvidarla. Rosemary y el día en que nació. Rosemary y el fantasma de su madre. Rosemary y su padre en un inmenso cementerio, dejando coronas de flores en la tumba de su madre. Rosemary y su padre solos, alejados del ruido, en una feria, comiendo algodones de azúcar en silencio. Rosemary y la muerte de su padre. Rosemary postrada en un diván, bostezando, sus cabellos perdiéndose por el suelo, a la espera de ser enredados con cintas de satín negro. Rosemary fue la primera de todas.

20080407

La espera

¿Recuerdas la vieja habitación? Yo solía espiarte cuando decías que vendrías a visitarme. Generalmente era después de almuerzo, y estaba demasiado nervioso como para echar una siesta o demasiado ansioso para ponerme a leer. Lo único que podía hacer era salir al salón a mirar los muebles. Habían tres de ellos: uno grande y dos pequeños. El más grande, el sofá, estaba al costado de uno de los cactus con los que Laurent decidió convertir el apartamento en un jardín radiactivo. Era una de las dos plantas que absorbían el humo de los miles de cigarrillos que se fumaba al día. También amortiguaban los olores que se colaban desde la cocina. Siempre hubo una ruma de platos sin lavar, todos del mismo juego y con el mismo guiso de todos los días. Junto al lavadero se juntaban las cucharillas que utilizaba para preparar el café con leche y que ninguno de los dos estaba dispuesto a lavar, o los vasos de coca-cola light que tomaba cada vez que me sentaba a esperarte.

Para acabar de matar el tiempo, antes de entrar en el salón, me quedaba mirando los muebles durante un rato. Laurent nunca estaba en casa, y las paredes me reclamaban un poco de atención. Me sentía como Noé. Recorría mis dedos por las paredes de mi arca vacía, anteriormente blancas y ahora de un color gris indefinido. Mis manos estaban siempre limpias, y las colocaba sobre las huellas de los que manchaban las paredes casi por costumbre. Nunca súpimos quiénes eran. Cuando recordaba que el departamento era demasiado grande para mí, y que asemejaba en parte a los grandes espacios que se sentía por dentro, iba a la cocina a buscar la botella de coca-cola light. Eso fue por los tiempos en los que no me importaba bajar de peso, y la coca-cola light era la única adicción a la que me sentía capaz de rendirme.

Regresaba al salón arrastrando los pies. Tú eras uno de los pocos que me hacía esperar. No eras puntual, pero tu retraso no pasaba de los diez minutos, cosa que me preocupaba en lo más mínimo. El problema era que empezaba a esperarte una hora antes, media en la mayoría de ocasiones, y aún me quedaba mucho qué explorar dentro del resto del salón. Nunca entraba al cuarto de Laurent. No me gustaba su olor natural. Jamás pude concebir cómo un chico tan guapo podía tener un olor casi agreste, árido, de hierba húmeda o de pastizales trasnochados. No era como el olor a sandía de Abraham, pero eso era otra historia.

Iniciaba el escudriñamiento del salón sentándome cada mueble. Durante el año que pasamos allí, ninguno de los dos tuvo la entereza de sacudirlos. Cada vez que alguien se sentaba en cualquiera de ellos, acababa ahogado por una nube de polvo. Por eso sólo me sentaba en los costados, porque media hora antes había terminado de peinarme y auscultarme al milímetro, y la idea de volver a cambiarme de ropa desestabilizaba mucho más mi disimulada intranquilidad. A veces tenía la suerte de que sonara el teléfono de la mesita lateral, el único que tuvimos. Sin embargo, nunca me llamaba nadie. Las únicas veces que sonaba el teléfono era para Laurent, y dejaba que se las entendieran con la contestadora, porque me aburría de repetirles mil veces en francés a sus padres o a quien llamara, que no tenía idea de a qué hora volvería.

Cuando se acercaba la hora en que habías quedado en venir a visitarme, pasaba del salón al balcón de la terraza. Abría las puertas de vidrio de par en par y miraba hacia abajo, hacia cada uno de los buses, esperando que me dieras la sorpresa de aparecerte más temprano. Nunca lo hiciste, aunque siempre que bajabas del bus no te percatabas que yo te estaba mirando, nueve pisos más arriba. Si te demorabas, para terminar de intranquilizarme, pasaba del salón a mi habitación, y te esperaba en el balcón de mi dormitorio, que era más incómodo porque las palomas venían a cagarse en el suelo y cada vez que salía a esperarte tenía que botar con el pie los pedazos de caca reseca. Una vez le cayó un pedazo a un señor que pasaba, pero apuesto a que jamás sospechó que le había caído mierda, porque ni se inmutó.

Sólo te vi bajar del bus una vez, desde el balcón de mi habitación. Fue el día en que viniste a ayudarme con la mudanza del edificio. Esa tarde, Laurent pensó que éramos novios. Debió alegrarse porque te regaló el saco de un traje que le quedaba grande. Ambos sacamos nuestra recua de cachivaches hasta el salón, y en nuestras habitaciones sólo quedaban los recuerdos. Allí fue donde te besé por última vez. Nunca llegamos a hacer nada más. Después de la mudanza, creo que también decidiste mudarte de mi vida. Me lo dijiste mucho después, pero esa tarde, al despedirnos, sabía que nunca más volvería a besarte.

20080406

La mudanza


Yo en la primera comunión de sabrá Dios quién (1986)


El pequeño apartamento donde vivo desde hace casi seis meses sólo tiene una ventana. Acostumbrado a vivir rodeado por grandes ventanales que posibilitaban la vista de la mayoría de edificios cercanos al mar, hoy el panorama se torna mezquino. Un año y medio atrás, mi amigo Laurent y yo nos instalamos en el noveno piso de un viejo edificio de Miraflores, precedido por una entrada babilónica de cemento encorvado que hacía entretenido el ascenso, mas no la bajada. En muchas oportunidades, al salir apurado, estuve a punto de tambalearme en la superficie humedecida por la garúa, sobretodo en invierno, porque en Lima nunca llueve. Eso ya de por sí sigue siendo una desgracia.

Vivimos allí exactamente un año. Le tuvimos que descontar una semana, pues la arrendataria, por mera burocracia, necesitaba desocupar el espacio lo antes posible y ponerlo a punto para un próximo inquilino. Claro que la pobre jamás se imaginó que Laurent y yo habíamos degradado el estado del apartamento hasta niveles casi cataclísmicos. Las paredes, inicialmente blancas, estaban corrugadas de suciedad y salpicones imprevistos de latas de cerveza, porque jamás bebimos champagne, al menos no que yo recuerde. Además de las manchas situacionales que indicaban el apoyo de muebles que ya no estaban más en su lugar, habían también huellas de zapatos o impresiones dactilares de algún incauto que quizo inmortalizar su paso por nuestro hogar. La mayoría de las veces, ni siquiera nosotros mismos sabíamos a ciencia cierta quién entraba o quién salía.

Laurent según la cámara que él mismo perdió en Cusco.

El antiguo apartamento del noveno piso se convirtió de la noche a la mañana en punto de encuentro de gente variopinta, de amigos y amigos de nuestros amigos (que a la larga también se convertían en amigos). Ocurría sobretodo en las vacaciones de verano y de medio año, entre semestre y semestre, e improvisábamos desde inocentes lonchecitos hasta desmadres de toque de queda, pasando por maratones nocturnas de películas, sesiones grupales de espiritismo o cualquier cosa que condujera al pretexto de ponernos hasta las trancas y acabar recolectando bolsas y bolsas de botellas de alcohol a la mañana siguiente, siempre y cuando no nos encontráramos con alguien dormido en el suelo o inconsciente en los pasillos camino al ascensor.

A fines del año pasado, Laurent contrajo nupcias con una amiga mutua, de los tiempos en los que estudiábamos para ser profesores en la Alianza Francesa. La ceremonia sirvió como paliativo para mi sentimiento de culpa, pues desde que empezamos a vivir juntos, rogaba para que el aura de soledad que me persigue desde siempre no fuese a claudicar la suerte de mi compañero de piso. Afortunadamente, Laurent celebró el rompimiento y posterior reconciliación con su novia proponiéndole matrimonio. Al término de la alharaca de las celebraciones, me encontré nuevamente en la necesidad de encontrar un lugar para vivir.

Fue por ese entonces, en el mes de diciembre, que me trasladé a unas cuantas cuadras del viejo edificio, porque no quería separarme de un barrio que ya consideraba como propio, y porque no pude encontrar otra alternativa más accesible a corto plazo. Al principio me escandalicé, pues el mudarme de un noveno piso con vista panorámica en widescreen a un cuchitril de dos ambientes y un baño propio no podía considerarse como un avance, sino como un retroceso. Mi vida continuaba estancada en el mismo espiral de vicisitudes que terminaban en el limbo, dejando atrás a media docena de rostros anónimos que hicieron promesas pero que jamás las cumplieron, y una breve experiencia de trabajo en un estudio publicitario que terminó más rápido de lo que empezó.

Desde que llegué a mi nuevo espacio tuve que echarle marras al positivismo y empezar a verle el lado bueno. Al menos no era un monoambiente. La quinta de rejas negras que lo resguardaba me parecía amigable, y el color blanco de las paredes y el mobiliario aligeraban un poco la languidez de la poca ostentación. Sin embargo, a través de la única ventana con vista hacia la calle, pude ir descubriendo a una comunidad de vecinos escudriñadores, una sociedad secreta que ni en las más oscuras novelas de suspense. Todo aquello, sumado a la ínfima ventilación del lugar, y a los recién descubiertos términos y condiciones de arrendamiento, acabaron por hacerme querer huír, de nuevo, hacia el anaquel donde solía guardar los cuentos de hadas que nunca resultaron para mí.

20080404

The Powerpop Party


Normalmente, los melómanos solemos ser descorteces. Pero si dejamos de lado las pretensiones retóricas, entonces sí que hay espacio para la diversión. Por eso es bueno bailar lo que en su época era incapaz de bailarse.