20080406

La mudanza


Yo en la primera comunión de sabrá Dios quién (1986)


El pequeño apartamento donde vivo desde hace casi seis meses sólo tiene una ventana. Acostumbrado a vivir rodeado por grandes ventanales que posibilitaban la vista de la mayoría de edificios cercanos al mar, hoy el panorama se torna mezquino. Un año y medio atrás, mi amigo Laurent y yo nos instalamos en el noveno piso de un viejo edificio de Miraflores, precedido por una entrada babilónica de cemento encorvado que hacía entretenido el ascenso, mas no la bajada. En muchas oportunidades, al salir apurado, estuve a punto de tambalearme en la superficie humedecida por la garúa, sobretodo en invierno, porque en Lima nunca llueve. Eso ya de por sí sigue siendo una desgracia.

Vivimos allí exactamente un año. Le tuvimos que descontar una semana, pues la arrendataria, por mera burocracia, necesitaba desocupar el espacio lo antes posible y ponerlo a punto para un próximo inquilino. Claro que la pobre jamás se imaginó que Laurent y yo habíamos degradado el estado del apartamento hasta niveles casi cataclísmicos. Las paredes, inicialmente blancas, estaban corrugadas de suciedad y salpicones imprevistos de latas de cerveza, porque jamás bebimos champagne, al menos no que yo recuerde. Además de las manchas situacionales que indicaban el apoyo de muebles que ya no estaban más en su lugar, habían también huellas de zapatos o impresiones dactilares de algún incauto que quizo inmortalizar su paso por nuestro hogar. La mayoría de las veces, ni siquiera nosotros mismos sabíamos a ciencia cierta quién entraba o quién salía.

Laurent según la cámara que él mismo perdió en Cusco.

El antiguo apartamento del noveno piso se convirtió de la noche a la mañana en punto de encuentro de gente variopinta, de amigos y amigos de nuestros amigos (que a la larga también se convertían en amigos). Ocurría sobretodo en las vacaciones de verano y de medio año, entre semestre y semestre, e improvisábamos desde inocentes lonchecitos hasta desmadres de toque de queda, pasando por maratones nocturnas de películas, sesiones grupales de espiritismo o cualquier cosa que condujera al pretexto de ponernos hasta las trancas y acabar recolectando bolsas y bolsas de botellas de alcohol a la mañana siguiente, siempre y cuando no nos encontráramos con alguien dormido en el suelo o inconsciente en los pasillos camino al ascensor.

A fines del año pasado, Laurent contrajo nupcias con una amiga mutua, de los tiempos en los que estudiábamos para ser profesores en la Alianza Francesa. La ceremonia sirvió como paliativo para mi sentimiento de culpa, pues desde que empezamos a vivir juntos, rogaba para que el aura de soledad que me persigue desde siempre no fuese a claudicar la suerte de mi compañero de piso. Afortunadamente, Laurent celebró el rompimiento y posterior reconciliación con su novia proponiéndole matrimonio. Al término de la alharaca de las celebraciones, me encontré nuevamente en la necesidad de encontrar un lugar para vivir.

Fue por ese entonces, en el mes de diciembre, que me trasladé a unas cuantas cuadras del viejo edificio, porque no quería separarme de un barrio que ya consideraba como propio, y porque no pude encontrar otra alternativa más accesible a corto plazo. Al principio me escandalicé, pues el mudarme de un noveno piso con vista panorámica en widescreen a un cuchitril de dos ambientes y un baño propio no podía considerarse como un avance, sino como un retroceso. Mi vida continuaba estancada en el mismo espiral de vicisitudes que terminaban en el limbo, dejando atrás a media docena de rostros anónimos que hicieron promesas pero que jamás las cumplieron, y una breve experiencia de trabajo en un estudio publicitario que terminó más rápido de lo que empezó.

Desde que llegué a mi nuevo espacio tuve que echarle marras al positivismo y empezar a verle el lado bueno. Al menos no era un monoambiente. La quinta de rejas negras que lo resguardaba me parecía amigable, y el color blanco de las paredes y el mobiliario aligeraban un poco la languidez de la poca ostentación. Sin embargo, a través de la única ventana con vista hacia la calle, pude ir descubriendo a una comunidad de vecinos escudriñadores, una sociedad secreta que ni en las más oscuras novelas de suspense. Todo aquello, sumado a la ínfima ventilación del lugar, y a los recién descubiertos términos y condiciones de arrendamiento, acabaron por hacerme querer huír, de nuevo, hacia el anaquel donde solía guardar los cuentos de hadas que nunca resultaron para mí.

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