20080418

Cría cuervos



Ana ve a su madre muerta deambular por el salón. No le dice nada. Intenta adorarla desde lejos, a su manera. Espiarla por entre los rincones. Ser sorprendida por sus brazos de pájaro grande, cadavéricos. Por sus besos huérfanos en el cuello, como cuando estaba viva. Tampoco se lo dice a nadie, lo suyo es un mundo aparte. Quizás porque piensa que con el transcurso de los años compartirán, además de la misma apariencia física, la misma mezquindad de porvenir.

Fue así como descubrí a Carlos Saura. Nunca más pude abandonarlo. Vivir sin alguna de sus primeras películas me resultaría, a estas alturas, improbable. Es una extensión natural de mi personalidad, una de esas piezas amorfas que encajan en el tortuoso rompecabezas emocional, una vertiente más del laberinto multidimensional de mi subconsciente. Al menos mi yo adulto, el de las últimas épocas, bebe del manantial de represiones y sezgos superlativos del primer periodo de Saura, aquél de la soledad y la verdad contestataria. Porque como era de esperarse, acabó diseminando el camino de su evolución cinematográfica hacia derroteros más mundanos y menos ensoñadores, bifurcándolo en una encrucijada comprendida por el teatro, la danza y el no siempre gratuito terreno del documental.

Curiosamente, al cabo de muchos años de sobreexposición sauriana, "Cría cuervos" me resulta el menos atractivo de sus filmes. Esta aseveración comprende sólo un repaso superficial desde la perspectiva de sus otras películas, superiores hasta cierto punto, con lo cual no desmerezco las infinitas bondades de la que me ocupa. En todo caso, sus virtudes la fundamentan como un soporte introductorio válido, como un pasaje de ida sin retorno a la lírica de su filmografía, la piedra angular de sensaciones que deparan un buen viaje inaugural. Todo aquello porque, desde hace un par de décadas, se convirtió, sin ser el leit motiv de su autor, en su película más popular, la más conocida y hasta hace poco tiempo, una de las más disponibles en el mercado doméstico.

La primera vez que la vi, me encontré ante esos relatos de mirada omniprescente y elementos fatuos, de espacios que parecen ser familiares y que después ya no lo son. Sentí en las sienes el golpe palpitante de las tonalidades pastel, de fotos antiguas amarilladas por la humedad y la sobreexposición, de paredes recubiertas por motivos florales o curvas un tanto barrocas, repetidas una y otra vez hasta el infinito, de jerseys de lana tejidos seguramente a mano, de ese universo que guardaban por dentro las revistas Burda y Buenhogar de mi madre, en las cuales solía señalar con un dedo algún pullover a rayas que me tejería para el próximo invierno. Y sobretodo a Ana, tantas veces Ana, la Ana condenada a la perpetuidad dentro de la filmografía de Saura, y que aquí aparece niña por primera vez.

También es la primera vez que Ana se convierte en ama y señora de la historia, o que Saura cede el protagonismo a un personaje femenino. Antes estuvo opacada por los fantasmas de su entorno (como ese inusitado film de horror que es "Ana y los lobos"), o regida bajo el yugo mandatario del esposo, del amante o del jefe, como lo sufrió en carne propia ante Jose Luis López Vásquez en "Peppermint Frappé". Por eso, la mirada ya no es volcánica, sino perturbadora, inocente y hasta encerrada bajo los cánones de soledad, del dolor, y de la opresión. Esa opresión, piedra angular que justificaba el carácter contestatario de este primer periodo, aquí Saura la trasplanta sobre su eje y lo orienta hacia sus adentros, como si trasquilase a un conejo y lo volviese a vestir con la misma piel, pero al revés. La opresión de Ana ya no es la guerra, ni la milicia. Es la incomprensión, el desamor, el rigor de los cánones de su tía, de sus manos afiladas y sus bofetadas. Aquél mundo de adultos, de amantes huyendo de casa semidesnudas y pasión disimulada detrás de las tazas de té o de los matorrales de la finca del veraneo que jamás logra comprender.

Ana deambula buscando a su madre por las habitaciones, por el jardín, por la piscina sin agua, un abismo interminable para los juegos de ella y de sus hermanas. Por allí también deambula su abuela, un cadáver más, en silla de ruedas, parapléjica, sin poder hablar. Tan sólo asiente con esa mueca de tranquilidad mezquina sobre los labios, pero es ya conocedora de su pronto destino, nuevamente un eco al personaje de José Luis López Vásquez, pero esta vez el de "El jardín de las delicias". Las hermanas de Ana, la mayor por pura rebeldía y la menor por inexperiencia e incomprensión generacional, también son cadáveres, fantasmas ambulantes en la postal del inframundo. No hay nada que escape al paisaje desolador, ni siquiera Roni, el hamster que Ana conserva en su dormitorio y que amanece muerto un día, tieso, con los dientes asomándose a través de la comisura de la boca, doblándose como un estropajo, como su madre cuando agonizaba a retortijones, consumiéndose en la cama. En este punto es también imposible, al menos para mí, imaginarme a otra actriz en el papel de la madre de Ana que no sea Geraldine Chaplin. Sus facciones de venado, el rostro cadavérico de niña-mujer, y sus réplicas susurrantes por cortesía de una voz extraterrenal, fueron determinantes para uno de los últimos papeles de la musa de Saura.

Otro de los aspectos presentes en la película es el de la sexualidad reprimida, de la curiosidad de Ana por las enormes tetas de la cocinera (que vemos a plenitud en un angustioso plano medio), del inquebrantable yugo de su tía, una beldad de villana, dueña de un envidiable guardaropa pero incapaz de renunciar a las faldas grises de su uniforme de institutriz. El ostracismo provocado por el infierno de reglas y posturas del orden doméstico, de la mentalidad conservadora de la post guerra, es la que la imposibilita de rendirse a la pasión por aquél militar vetusto y taimado. El mismo que hizo de la vista gorda cuando su esposa se convirtió amante del padre de Ana. La corrupción de la milicia, la voracidad del padre de Ana, y su misma fijación por las tetas de la cocinera, conforman también el panorama contestatario y burlesco con el que el autor quizo sancionar, a su manera, a los horrores de la guerra.

Esa gran mirada inquisidora se apacigua al llevar la película sobre los hombros de una niña. Ana no condena, sólo recuerda. La Ana adulta (interpretada también por Geraldine Chaplin, pero doblada por Julieta Serrano) narra la película sin rencor, y la trasposición del relato aborda una visión mucho más costumbrista que el resto de filmes de Saura. El hilo argumental se asemeja a los recuerdos de infancia, de las fotos amarillas del álbum familiar, de esa colección de imagenes con vida propia, escenas alejadas, felices, algunas amargas, pero todas apacibles. Por ello, el filme palidece ante cuadros surrealistas y retratos de infancia más perdurables como "La prima Angélica", pero, como todas las películas de su autor, para bien o para mal, son piezas inhóspitas de quien sepa apreciarlas o del que esté dispuesto a dejarse absorver por ellas. En todo caso, "Cría cuervos" es de las que mejor ha soportado el paso del tiempo. Su mensaje es más universal, y su valor, junto con la canción de Jeanette, cobra distintos significados, en diversas magnitudes, cada vez que la vuelvo a ver.

1 comentario:

Rain dijo...

Un film lleno de nudos: uno va desatando cada nudo y el chip de los recuerdos los guarda. Has dimensionado la película como cinéfilo y/o amador de su historia, sus ecos.

Yo la he visto en mi vida tres veces. Creo que es uno de esos films que cada cierto tiempo se necesita ver otra vez. Su efecto no decae con el tiempo. Hasta hoy no he visto una niña en el cine, como aquella Ana.

Ahora sé que volveré a La mortal gelatina de limón una y otra vez.