20080428

Los calcetines rojos

En el piso de arriba transcurre una historia de amor como pocas. Hace poco menos de un mes, cuando teníamos sol y abríamos desde temprano puertas y ventanas para sosegar el soponcio de las tres de la tarde, descubrí por casualidad las primeras pistas del vendaval. Desde que me refugié a escribir sentado sobre la silla hawaina del submarino ondulante, no existió peor brecha que el muermo después del almuerzo. Para evitar la siesta y continuar escribiendo contra los dictámenes del estómago y del reposo inevitable, existen dos posibilidades. La primera es ajustarse las sandalias y salir a dar un paseo. Sin embargo, para salir de casa con la cara hecha un lío, desprovisto de los rituales imposibles frente al espejo, prefería quedarme dando vueltas sobre las moquetas del cuarto de baño. Lo segundo es hacer la limpieza. El submarino suele estar todo manga por hombro. Sólo en ocasiones especiales me levanto del tapesco de flores ecuatoriales que recubren el armazón de la silla de playa, y me pongo a hacer la cama. El resto se pudre en los anaqueles de madera pintados con esmalte blanco, que hasta hace poco sofocaban con su olor a disolvente los rincones solitarios.

Una de esas tardes, en la debacle por sentarme a morir sedado por el muermo o a cocinarme al sudor de una siesta de cinco minutos que probablemente se extenderían por un par de horas más, opté por hacer limpieza. Felizmente el polvo es escaso, y me basta un recorrido superficial con el escobillón para que el parquet vuelva a relucir como cuando recién me lo entregaron. Me dirigí escaleras arriba, hacia la azotea. Encontré el escobillón vetusto, de cerdas consumidas, apoyado junto al lavadero de piedra pómez. En su interior, en una sopa turbia y lechosa de jabón disuelto, navegaban un par de sábanas blancas, sin figuras ni motivos pictóricos. Blancas como sábanas de hotel. Me incliné para olerlas, hundiendo mi nariz con dirección a los lienzos chapaleantes, y recordé a mi abuela. Mi abuela gorda, inmensa, con el cabello aún negro, sumergiendo la ropa en la alberca del patio de casa. Cuando abrí los ojos, percibí que algo andaba mal. El mar níveo se estaba tiñendo repentinamente de malva, como una paloma herida, desangrándose sin remedio. Tras asegurarme que no había nadie alrededor, sumergí un brazo en la lavasa. Al revolverla, salieron a flote un par de calcetines rojos de lana que parecían podrirse desde el fondo, escurriendo hilos púrpuras por entre los pliegues de las sábanas. Saqué el brazo a tiempo, justo después de escuchar los pasos de alguien del piso superior acercándose a la lavandería. Cogí el escobillón chamuscado y el recolector de plástico, y bajé rápidamente por donde había venido.

Una vez a salvo, escudado tras la puerta, escuché otra vez el chapaleo de las sábanas. Creí deducir que habían colocado los calcetines a propósito, una maniobra propia de las amas de casa de mediana edad, y que la solución del misterio ocurriría al caer la noche, cuando llegara el marido. Hacia las ocho, en efecto, comenzaron los gritos. Ya los había oído antes, desde aquella mañana en que la mujer había llorado la vida entera postrada en el descanso de las escaleras, justo frente a mi puerta. Pero esa noche, la mujer parecía dispuesta a dar guerra. La premeditación del crímen contra las sábanas la desterraban de la sumisión doméstica y la colocaban al medio del frente de batalla, como un indefenso peón a punto de dar el jaque. No obstante, jamás consiguió asestar el golpe de gracia. Los gritos y la histeria se doblegaron en un chillido seco, provocado por algún carajo que silenció el altercado. Luego bailaron un vals triste, más parecido a un bolero de rockola, porque encendieron la radio y no la apagaron hasta la madrugada. Perdí la cuenta de los hechos. A la mañana siguiente descubrí las sábanas enterradas por entre los pliegues de las bolsas de basura. El altercado pareció no volver a repetirse. Al menos no hasta que, días después, me encontré de pie frente a la escalera, maravillado, con un reguero de ropas de mujer que se despedigaban desde el piso superior y se extendían hasta las veredas de la calle.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Darío, sueles dotar a tus relatos de un hálito de extrañeza. Pensaba en los cortos. Veo por ejemplo este post, exacto para un corto. Creo que el del Navío también va por allí. Extraño. De esos cortos que son premiados en encuentros de cine independiente.
Bueno, hombre, no pretendo que se le suban los humos, que se envanezca y plaaaf. Niet.
Usted solamente haga lo que quiere, claro. Y yo ni tengo por qué decírselo, usted ya lo sabe.

Salutes.

Film X.

Anónimo dijo...

Alguien me contó sobre tu blog y vine a leerlo.
Anímate a usar el ping de perublogs en la categoría que quieras.
Esta gelatina está terriblemente buena.

Denisse.