20080411

La otra mujer

Me despertaron los gritos. Lamenté tener que padecer esa irremediable costumbre de no volver a conciliar el sueño, una vez interrumpido. Me revolví entre las sábanas, aún indeciso de abrir los ojos. Los gritos continuaban. A través de la tonalidad marrón de mis párpados, percibí que el sol entraba ya a borbotones, imparable, por las dos únicas fuentes de luz que existen a mi alrededor: la ventana frente a mi cama y la claraboya sobre la puerta del baño.

Abrí los ojos de un sólo impulso. Me había quedado dormido. Había mucha más luz que de costumbre. Debían ser alrededor de las nueve de la mañana. Entonces traté de identificar el origen de los gritos, pero no pude. En el piso de arriba vive una familia numerosa. De otro lado, la quinta que rodea la casa está colmada de ancianos que hacen imposible alzar la voz más de lo necesario. Los gritos podrían provenir de arriba, que era lo más natural, pero eran demasiado estertóreos. No me atrevía a imaginar que aquella familia ventilase discusiones sin miramientos, pues cuando recién me mudé, comprobé que las paredes eran demasiado frágiles, y hasta para follar había que pensárselo dos veces, o en el peor de los casos, disimularlo con el volúmen de la música o de la televisión.

Entonces vino la primera señal de alarma. Alguien, al parecer una mujer, se quebró la laringe con un grito ahogado, demandante, quizás una última advertencia, y lanzó una amenaza impronunciable. A continuación, una voz masculina, posiblemente el marido, le respondió como un huracán en tropel, dispuesto a silenciarla, con esa acostumbrada postura viril de querer solucionarlo todo de arranque, poniendo las cosas en su punto de un sólo carajo. Pero no lo consiguió. La mujer continuó las amenazas, y se quebró en un llanto iracundo, de esos que vienen acompañados de un hipo imparable. Fue entonces cuando, en medio de la incertidumbre, pude identificar algunas pistas de la gresca.

La mujer lloraba con la misma convicción con que las plañideras amaestradas perfeccionaban el camino de lo irremediable. Era un llanto sin fuerzas, conformista, y completamente desgarrador. El lamento propio de las personas que acaban de descubrir que se han quedado solas, de repente, y que todo empieza a dar vueltas. El interlocutor, los espectadores, y los decorados del teatro lacrimógeno se convierten en un remolino imparable, de formas oscuras, y al protagonista se le va el piso. Es el estado previo a un ataque de nervios. Sin necesidad de estar en alta mar, uno empieza a ahogarse sin remedio, porque, al descubrirnos solos, nos vanos por la coladera del enojo y la certeza de haber perdido, y sólo queremos desaparecer sin dejar rastros, tierra trágame. Porque queremos irnos, pero necesitamos que la otra persona se quede en el mismo sitio, a salvo del desastre. Era una riña de amor. Era un llanto de amor. I know this because Tyler knows this ("Fight Club", Chuck Palahniuk, cap 1, pag 1).

Así, sin acabar de desenredarme de las sábanas, comprendí que la mujer lloraba por amor, que el marido era un tirano, que la película de los años treinta, tan ubicable en un rancho de Nuevo Mexico como en una quinta de Miraflores, era irrepetible, y que la historia no sería historia si no fuese porque el mundo gira en círculos concéntricos, y la repetición es una forma de expiación que hay que aceptar sin miramientos, porque no queda más remedio. La idea del espiral universal, que estaba pensando abordar en uno de los capítulos que vengo escribiendo desde hace un par de meses, se desmoronó de improviso al escuchar el ruido de un objeto pesado hacerse añicos contra el suelo. No era un vaso, ni un florero, ni una piesa de la vajilla. Era una cafetera, una maceta, o algún electrodoméstico con incrustaciones de vidrio. Entonces entendí que la cosa daba para más.

De pronto la mujer, en medio de su congoja, le pidió al hombre que se fuera. En ese lapso de tiempo el marido debió de cambiar de posición, porque me fue imposible entender lo que decía. Sólo siguieron llegando las súplicas de ella, cuya voz ahora cobraba una inusitada seguridad, esa convicción de animal herido, el valor de quien, en medio de la soledad, aún le queda algo qué proteger. El panorama cambió. Había una pieza en el rompecabezas que no encajaba. Faltaba la razón por la cual la mujer estaba jugándose el todo por el todo, el motivo de que haya pasado de plañidera a leona. Su voz, afectada por el llanto, empezó a chillar de indignación, y el elemento no identificado al comienzo hizo su aparición. Otro llanto de mujer. ¿La amante quizás? ¿La hermana menor, descubierta en la cama, tal vez en pleno retozo? ¿La cuñada? ¿La hija, a lo mejor, violada? Lamenté no estar más cerca de los hechos. Mi camara de video estaba tirada por alguna parte, entre la ropa sucia. Lamenté que estuviese descargada, con el cargador inubicable, pues de haberla tenido con batería, habría subido con ella a registrarlo todo, y el aquél recuento de violencia hubiese respondido tranquilamente a los cánones del Dogma 95.

Ahora era la otra mujer la que ganaba en la competición de lloriqueos. La mujer del principio intentaba resguardarla del marido incólume y aún con fuerzas de marcha. Otra maceta (o electrodoméstico) al suelo, y la puerta se abrió. Al parecer la mujer ganó la disputa después de todo, porque los pasos grandes y pesados del hombre bajando la escalera, refunfuñando, reclamando para sí mismo un valor que no pudo encontrar arriba, hicieron eco junto a mi puerta, y se perdieron para siempre por la entrada de la casa. Después surgió el sollozo y pequeños reclamos esporádicos de una inocencia enternecedora. El tercer elemento no era una mujer, sino un niño, posiblemente de unos diez años, y ahora acababa de llorar junto a su madre, quien no paraba de preguntarle si estaba bien, o si no necesitaba más papel higiénico, que ella podría irlo a buscar a la tienda, rapidito nomás, y después volvía y todo volvería a la normalidad, que ya se fue, ya se fue, ya no va a volver más, no llores, por favor, que me haces sentir peor, y ahora me pongo toda perdida de mocos.

La madre intentaba hacerlo reír. Rió ella misma. Pero no lo consiguió. Después, el niño bajó las escaleras tambaléandose, seguido de su madre, y salió con un destino desconocido. La mujer cerró la puerta de la casa y volvió a subir las escaleras. Pasó junto a mi puerta. A estas alturas yo estaba sentado sobre el colchón, despeinado, con las energías mañaneras totalmente descuajeringadas. La mujer continuaba llorando, ahora con más fuerza. La escuché apoyarse en el barandal y sentarse en el descanso. Debió de secarse las lágrimas con el vestido. Fue inútil, porque la oí incorporarse de nuevo, y subió las escaleras hacia su piso con el llanto prolongado, resignado, infinitamente ajeno al espacio y al tiempo. Al fin estaba sola, o por lo menos la habían quedado sola. Nada podría impedirle llorar todo lo que había querido llorar al principio y así, solitaria, abrió la puerta de su apartamento y la cerró sin fuerzas.

Sentí sus pasos de congoja sobre el techo. Quizás aún indecisa de elegir un lugar para desahogarse a su anchas, la escuché arrastrar una silla y colocarla en el centro del salón, es decir, justo arriba de mi cama, y se desplomó en ella. Me incorporé al fin. La dejaría sola. Se lo había ganado. Mis ánimos, en cambio, sí estaban por los suelos. Recordé las innumerables madrugadas de tormento, aquellas noches en las que me es imposible conciliar el sueño, la cama se me hace insoportable y el suelo de madera descolorida es quizás un nuevo martirio, pero me resulta más cómodo que un colchón de plaza y media. Los vecinos también deben haberme escuchado. Quizás he llegado a esta antigua casa de apartamentos improvisados, a esta quinta, por alguna razón. De todos modos ya tengo toda la mañana destruída.

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