20080410

La Casa Ida


El preludio del baño es sin duda lo mejor.


La primera vez que pisé la Casa Ida, no sabía que se llamaba así. Lo supe muchísimo después. En su momento bajamos del taxi como corderos asinados, atolondrados y sin saber qué hacer en la cuadra siete de la avenida La Colmena. Al costado quedaba el viejo cine Le Paris. Veinte años atrás, bajé corriendo desde un Ford descapotable, en pantalones cortos, hacia la boletería, porque llegábamos tarde a la sesión matinal de "Travesuras de una bruja". Fue la única vez que pisé ese cine, y como siempre, a mitad de la proyección me quedé dormido en la butaca, y me despertaron cuando ya el último espectador se había ido al bar del lobby.


A comienzos de la década anterior, el cine Le Paris inició su descenso por los inframundos de la periferia cinematográfica de los cines porno, como muchos otros que jamás alcanzaron a convertirse en complejos multiplex. Cuando bajamos el taxi, los carteles anunciaban "Esposas ardientes" y "La Niña y el Perro". Pero a lo que más temíamos era a la horda de descamisados que nos acechaban desde cada esquina, esquivando incluso a uno que interpretaba su doble papel de taxista/carterista.


En la puerta nos pidieron la contraseña. Eso de por sí ya era un reclamo de diversión atípica. A continuación nos encontramos con una escalera infinita de marmol, con apariencia de despacho ministerial, y subimos los cuatro pisos al dedo, apoyados sobre el barandal de madera carcomida, fuente del vaho de humedad que se respiraba desde la entrada. Avanzamos por el corredor atestado de gente bebiendo en el descanso de las escaleras y junto a la ventana que daba hacia la avenida La Colmena. Al asomarme por ella, sacando medio cuerpo afuera y dejando mis pies colgados en el aire, formulé la teoría de que uno no es buen limeño sino hasta haber visto la avenida La Colmena de noche, y desde un cuarto piso.

Al llegar eran alrededor de las doce. Desde el fondo llegaba la reverberación de algún grupo que había empezado a tocar, posiblemente el telonero de turno. La arteria principal de la Casa Ida se trataba, a fin de cuentas, de un espacio pequeño y laberíntico, de pasadizos más o menos espaciosos, pero por lo general despoblados, porque la gente prefería estar cerca al jaleo, y el jaleo se armaba al fondo, en un salón pequeño que conducía a otro más apartado. Era allí donde se hacían los conciertos. Mini conciertos, pero tocadas al fin y al cabo.

Habían muchas caras conocidas, y caí en cuenta de que la misma gente va a los mismos sitios, y después de pasarse los fines de semana en eventos similares, uno acaba conociendo de vista a todo el mundo. Ya sea en la entrada, en las escaleras, en la cola para comprar cerveza, o haciendo tiempo en el extraño cuarto que precede al baño, hay miradas de complicidad, haces hola con un gesto, o con una sonrisa de resignación, como diciendo sí pues, yo también estoy aquí porque todo el mundo está aquí. Lima, o por lo menos la Lima que conozco y de la que jamás me apartaría, es así.

Después del concierto, desbaratamos unas lamparas de forma larval que habían colgado en el techo del salón principal (y quizás el más pequeño). La gente, animada por las cervezas o por el pum pum pum de algún remix de Chimo Bayo por cortesía del DJ de turno, se colocó los alambres alrededor del cuerpo o simplemente los pisoteó, y la fiesta post concierto se convirtió en un pogo improvisado de griterío y botellas rotas. Algunas veces, la Casa Ida pone, y mucho, como esa vez. Otras veces no. Sin embargo, aún quedaba el punto inhóspito que no exploramos aquella primera vez, y que pronto descubriríamos como el espacio propicio para el jaleo, con o sin concierto: la azotea.

1 comentario:

victor idrogo dijo...

habrá que ver más de Lima