20080423

El arca

Escribo en un submarino de paredes blancas. Me gusta referirme a él como un submarino, porque en realidad es un navío. No navega bajo el agua, sino encima de un magma diáfano, de temperaturas muy cálidas, inclusive en invierno. Después de tanto tiempo postrado sobre la silla hawaiana que adapté para sentarme frente al ordenador, me siento como un piloto comandando un barco de curso imprevisible. Hasta la fecha soy incapaz de identificar el porvenir de mi empresa de navegación. Aún desconozco si el navío, un receptáculo de aristas extendibles inicialmente amorfas, inaugurado un par de meses atrás, conseguirá llegar a alguna parte. Los límites se van ensanchando según el transcurso de los vientos, pero tampoco poseo una brújula. La única orientación proviene de una veleta que está sobre mi cabeza, que a veces se erige y a veces no; es muy rebelde, depende de la humedad de los días y la posición en la que duermo. Yo quería que estuviese siempre en pie. Sin embargo, para lograr que permanezca en posición vertical, es necesaria una pequeña trasquilación. Jamás supe explicarlo, pero Miryam identificó lo identificable y procedió a cortarme el pelo con unas tijeras de papel metálicas que extraje de la repisa del dormitorio de mi abuela, la única vez que me mudé de casa para nunca más volver.

Lo bueno es que el navío se transforma en submarino, sobretodo por las mañanas. Al correr las cortinas de la escotilla, el fulgor de luz amarilla se dispersa y se chamusca a través de las ondas marrones y grises de los tejidos sintéticos, y la cabina de tripulación se rodea agua turbia. Al sentarme en la silla hawaina, la presión atmosférica se suspende. Alrededor, el oxígeno traspasa su composición química, y lo que queda es una pasta entre amarillenta y anaranjada, una gelatina de limón podrido, una pangea que contiene porvenires y personas de rostro anónimo. Más que un oráculo gaseoso, es un tornado metafórico, con fotos en blanco y negro, una mecedora, un cadáver, una vaca y una bomba, y yo, Dorothy, me quedo al centro. La diferencia es que no salgo de Kansas, sino que me quedo en el mismo sitio. Rebeca no está, aguarda su turno, porque la que toma las riendas es Leona. Esta chica es increíble. Es la que más dolores de cabeza me está causando. Si no fuese una mujer, podría decir que estoy enamorado de ella, porque las claves de su personalidad me sacan de quicio, a la hora de intentar hacer coincidir las piezas. Leona es quizás la única persona de mi actual álbum familiar que no está loca. Desconozco si Leona es hija mía o mi hermana gemela, o una trasposición de mi eterna adolescencia, todas a la vez, o ninguna. El caso es que sigo sin comprenderla, y me da miedo no poder prolongar el coito con sus giros argumentales, porque es una mujer imprenetrable.

Podría decir que por su culpa, no puedo conciliar el sueño. Jamás imaginé que me fuese a traer tantos problemas. Leona es como una tormenta que amenaza con romper la escotilla del submarino y hacer entrar la lava desconocida del entorno, escaldando las paredes y ocasionando el naufragio de un artefacto que ya estaba de por sí hundido. Por eso me es tan difícil sumergirlo. Prefiero tenerlo en la superficie, a la deriva, sin destino aparente, pero a flote. Eso ocurre por las noches. Más de una vez, espantado por los asaltos de ansiedad que me acogotan la garganta y me impiden respirar, me levanto a tientas con la espalda repleta de sanguijuelas, buscando la escotilla del barco con los brazos en cruz, y cuando alcanzo a abrirla, no veo sino un mar gris y espumoso, un purgatorio similar a la escena final de "El Arca Rusa", y me pregunto si no me habré dado cuenta que, desde que decidí zarpar, tendría que quedarme perdido en ella para siempre.

1 comentario:

Rain dijo...

Estás en el camino. Dedícate a escribir. Es tu elán vital, creo.


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Estos elementos oníricos le dan una extrañeza al film y los seres entrevistos le dan una consistencia... Yo también los hubiera puesto, así, disímiles, en medio de la mortal gelatina en el submarino.